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¾ Capítulo
7 ¾ La
montaña santa
Alguien
le preguntó un día: --Padre,
¿cuál es verdaderamente su misión, la misión que Cristo le ha
encomendado? --¿Yo?
Yo soy confesor. En
cierta ocasión, Pío XII preguntó a Mons. Cesarano, arzobispo de
Manfredonia, que solía visitar al Padre Pío: «¡Bueno! ¿Y qué hace
el Padre Pío!» «¡Santidad!
--le respondió el señor arzobispo--,
¡el Padre Pío quita los pecados del mundo!»
Un
santo muy anticuado A
pesar de que Juan Pablo II definió al Padre Pío como «un santo para
el tercer milenio», el capuchino aferrado a su Rosario, que confesaba
todo el día, incansable recitador de novenas, que oficiaba la misa según
el rito tridentino, insobornable en su denuncia de la degradación moral
y la laxitud en las costumbres representa más bien un modelo de
santidad aquilatado en la más genuina tradición de la Iglesia. Guiado
por esa mentalidad tradicional, ortodoxa y clásica que siempre tuvo, el
Padre Pío fustigó incansablemente la degradación de las costumbres,
anatematizando con gran dureza y rigor cualquier desviación, por mínima
que fuera, de los mandamientos de Dios y de la Iglesia, siendo un feroz
guardián de la ortodoxia, un centinela insobornable que veló durante
toda su vida porque los creyentes practicaran conductas virtuosas,
condenando con firmeza cualquier tipo de ideología moderna que
pretendiera hacer pasar por conducta normal lo que era pecado, simple y
llanamente. Enarboló
la bandera de la virtud y de la honestidad en el confesionario,
desenmascarando hasta el más venial de los vicios que se presentaba
ante él, purificando las conciencias de sus penitentes, a los que exigía
no sólo arrepentimiento, sino una verdadera conversión que les llevara
a evitar el pecado en el futuro. De lo contrario, su grito era bien
claro y terminante: « ¡Fuera!, ¡fuera!»... y se negaba a absolver. Grandes
mensajes que harían bien en asimilar los tiempos actuales, para los que
poco o casi nada merece el sospechoso título de «pecado», pues «no
hay que reprimirse, porque eso produce neurosis y angustia», porque «debemos
ser libres de las normas impuestas», ya que «todo es relativo», carpe
diem, etc. En una palabra, el
testimonio del Padre Pío es un serio aldabonazo para un mundo que ha
perdido la conciencia de pecado. «La
vida no consiste en placeres: es lucha contra las pasiones, contra Satanás
y las máximas perversas del mundo. Para vencer se necesita la gracia de
Dios, que se obtiene con la oración y los Sacramentos. Fruto de la vida
cristiana es la paz del corazón, la resignación en el dolor y la
gloria en el Paraíso». En
las cartas que escribía ejerciendo la dirección de sus hijos
espirituales, el Padre Pío se quejaba a menudo del avance de las
fuerzas del mal en el mundo, al que veía bajo el imperio de un pecado
cada vez más mortífero, situación causada por una fe tibia, y por la
inconsciencia de no querer ver el peligro de una humanidad cada vez más
oscurecida por las tinieblas y la ignorancia: «Que
Jesús y María te ayuden siempre y que den a tus palabras el poder de
convertir y detener la desbandada precipitada de muchas almas hacia el
precipicio». «¿No
sabes que debemos estar alertas en el camino a la salvación? ¡Sólo
los fervientes la logran, nunca los tibios o los que duermen!» «¡Oh
buen Dios! Si todos fueran conscientes de tu severidad además de tu
ternura, ¿qué criatura sería tan insensato que se atrevería a
ofenderte?» Uno
de los hermanos preguntó al Padre Pio: «¿Porqué llora usted?» Él
respondió: «¿Cómo no llorar, viendo a la humanidad condenándose a
toda costa?» Hablando
de la Sangre Divina de Jesús, dijo: «Solamente pocos se beneficiarán
de ella, el mayor número corren la vía de perdición». «Que
te mantengas muy lejos de... reuniones profanas, de corruptos y
corrompedores entretenimientos, de toda compañía impía». «El
mundo está lleno de maldad, y ninguna prudencia y vigilancia son
suficientes para evitar contaminarse. Sólo huyendo de él puede ser
vencido». Quizá
la frase más lapidaria que se puede entresacar de esta correspondencia
es la siguiente, que muestra la radicalidad de las creencias del Padre Pío:
«Padre, te suplico: pon rápidamente fin al mundo, o pon fin a los
pecados cometidos continuamente contra la Persona adorable de tu Hijo
unigénito». La
dantesca situación que vive el mundo actual, sumido en las tinieblas y
en la oscuridad del pecado, es proclamada por muchos videntes, que
coinciden con el diagnóstico pesimista que había hecho el Padre Pío
desde los albores del siglo pasado: «Los
días están ya anunciando mi próxima venida. Padre mío, perdónalos
porque no saben lo que hacen; ¿cuántos
ultrajes más a mi Divinidad tendré que soportar? Mi Pasión se revive
y mi Calvario es más doloroso por tanta ingratitud y tantísimo pecado
de la inmensa mayoría de la humanidad de estos últimos tiempos. Cada
aborto, cada inocente que muere, despedaza mi carne; las manos
criminales me azotan; los niños y ancianos que mueren de hambre, son
espinas que se clavan en mi cabeza; mi ser se estremece de dolor cuando
el hombre, con su tecnología de muerte, manipula la vida; la Cruz que
tengo que cargar en estos tiempos es más pesada que la que cargué
camino del Gólgota. ¡Cuánto me duele ver a mis jóvenes sumidos en la
oscuridad y la muerte, cuánto me duele ver los hogares destruidos, las
viudas y los huérfanos desamparados! Lágrimas
corren por mis ojos al ver que derramé mi sangre para redimirlos y todo
parece que fue en vano. ¡Oh, que pesada es mi Cruz, y qué lenta es mi
agonía! Venid, cirineos, y ayudadme a cargar esta Cruz; llorad conmigo,
hijas de Jerusalén, enjugad mi rostro con vuestras lágrimas y os dejaré
grabada en vuestra alma mi retrato. Yo soy el Cristo de todos los
tiempos, que yace moribundo y triste, viendo tanta miseria humana, tanta
ingratitud y tanto pecado de esta generación impía».[3]
La
montaña santa Si
el relativismo ético es un factor que explica la degradación de la
conciencia de pecado, otra causa del progresivo deterioro del sacramento
de la penitencia es la creencia de que la misericordia de Dios nos
perdonará todo lo que hagamos, así que ¾concluimos¾
eso nos da derecho a hacer lo que queramos, pues siempre vamos a ser
amnistiados. Esta creencia
está propiciando indirectamente que se niegue la existencia del mal y
de Satán, su instigador, confiados en la bondad infinita de Dios, que
nos salvará hagamos lo que hagamos. Esta
degradación de la conciencia del pecado en la sociedad actual ha
influido, como es lógico, en la devaluación del sacramento de la
misericordia.
Si en un capítulo anterior explicábamos la depreciación que ha
producido en el sacerdocio la celebración de la santa Misa de forma
inapropiada, sin verdadera conciencia de su enorme trascendencia
redentora y sacrificial, lo mismo podríamos decir de la confesión, un
sacramento íntimamente ligado a la celebración eucarística, que ha
sufrido un proceso corrosivo de igual intensidad, lo cual ha contribuido
a la crisis identitaria del sacerdote, ya que el carisma sacerdotal
tiene dos polos sustanciales, sin las cuales no puede entenderse su
ministerio y su servicio a la comunidad de los creyentes: la Misa y la
confesión. «Una
de las pérdidas más trágicas que nuestra Iglesia ha sufrido en la
segunda mitad del siglo XX es la pérdida del Espíritu Santo en el
sacramento de la Reconciliación. Para nosotros, los sacerdotes, esto ha
causado una tremenda pérdida de perfil interior. Cuando los fieles
cristianos me preguntan: “¿Cómo podemos ayudar a nuestros
sacerdotes?”, entonces siempre respondo: “¡Id a confesaros con
ellos!” Allí donde el sacerdote ya no es confesor, se convierte en un
trabajador social religioso. Le falta, de hecho, la experiencia del éxito
pastoral más grande, es decir, cuando puede colaborar para que un
pecador, también gracias a su ayuda, deje el confesionario siendo
nuevamente una persona santificada. En el confesionario, el sacerdote
puede echar una mirada al corazón de muchas personas y de esto le
surgen impulsos, estímulos e inspiraciones para el propio seguimiento
de Cristo. [...]
Un sacerdote que no se encuentra, con frecuencia, tanto de un lado como
del otro de la rejilla del confesionario, sufre daños permanentes en su
alma y en su misión. Aquí vemos ciertamente una de las principales
causas de la múltiple crisis en la que el sacerdocio ha estado en los
últimos cincuenta años. La gracia especialmente particular del
sacerdocio es aquella por la que el sacerdote puede sentirse “en su
casa” en ambos lados de la rejilla del confesionario: como penitente y
como ministro del perdón. Cuando el sacerdote se aleja del
confesionario, entra en una grave crisis de identidad. El sacramento de
la Penitencia es el lugar privilegiado para la profundización de la
identidad del sacerdote, el cual está llamado a hacer que él mismo y
los creyentes se acerquen a la plenitud de Cristo».[4]
Santa
Faustina Kowalska recoge en su Diario una revelación que le hizo Jesús
sobre la verdadera naturaleza de la confesión. Al leerla, no podemos de
sentirnos confundidos sobre la colosal irresponsabilidad que nos lleva a
huir de ella, o a no hacerla de la forma reverencial debida a este
maravilloso don celestial que se nos regala con total gratuidad: «Cuando
vayas a la confesión, a esta fuente de Misericordia, la Sangre y Agua
que fluyó de Mi Corazón siempre fluyen sobre tu alma. En el Tribunal
de la Misericordia (el Sacramento de la Reconciliación), los milagros más
grandes toman lugar y se repiten incesantemente. Aquí la miseria del
alma se encuentra con el Dios de Misericordia. Vengan con fe a los pies
de Mi representante. Yo mismo estoy esperándoles allí. Yo tan sólo
estoy escondido en el sacerdote. Yo mismo actúo en tu alma, haz tu
confesión ante Mí. La persona del Sacerdote es, para Mí, solamente
una pantalla. Nunca analices qué clase de sacerdote es el que Yo estoy
usando. Ábrele tu alma en la confesión como si lo hicieras conmigo, y
Yo te llenaré con Mi Luz. Así estuviera allí un alma, o un cadáver
descompuesto, de tal manera que desde el punto de vista humano no
hubiera esperanza de restauración y que todo ya estuviera perdido, no
es así con Dios. El milagro de la Divina Misericordia restaura esa alma
en plenitud. Desde esta fuente de Misericordia las almas atraen gracias
solamente con la vasija de la confianza. Si su confianza es grande, no
hay limite a Mi generosidad». El
Padre Pio solía sentarse a confesar después de la santa Misa. «Después
de una acción de gracias prolongada, toma un vaso de agua y pasa a la
sacristía a confesar a los hombres. Algunos lo abordan deseando
exponerles sus propias ideas o pedirle consejo, pero desde el instante
en que se arrodillan y se confiesan todo queda claro: lo quieran o no,
todo queda al desnudo bajo aquella mirada. El Padre Pío persigue al
alma para descubrir sus heridas más o menos ocultas, más o menos
confesables, para curarlas, para sanarlas con su benevolencia y su celo
ardiente, según las necesidades de cada cual. Porque no debemos olvidar
que el Padre Pío, antes de ser taumaturgo, es un confesor: sana los
cuerpos, pero sobre todo las almas».[5] Admitía
a los hombres hasta las nueve. A las once y media a las mujeres. Durante
toda su vida de confesor dio preferencia a los hombres, porque decía
que «son los que más lo necesitan». Dentro de estos, se ocupaba
especialmente con celo incansable de lo que llamaba «peces gordos»: es
decir, de los grandes pecadores. Al
ser tantas las personas que esperaban para la confesión, desde
enero de 1950 todas las penitentes deben conseguir un número de orden
para evitar confusiones. En 1952 hubo que adoptar el mismo sistema también
para los hombres. Era tal la avalancha de penitentes, que la
espera podía llevar desde varias horas hasta varios días.
Cuenta
que, en 50 años, se arrodillaron a sus pies millón y medio de
penitentes. Todos salían de allí convertidos, y al que no iba de buena
fe lo descubría. Durante el año 1967, cuando ya era octogenario, llegó
a confesar cerca de 70 personas al día. La
confesión era la auténtica vocación del Padre Pío, pues a través de
ella abrazaba a todas las almas posibles, transmitiéndoles el amor
incondicional de Dios y de su Hijo, para ayudar a levantarlas, para
vencer las caídas y la desesperanza. La confesión era el abrazo de
Cristo a los hombres. Muchos
de los penitentes del Padre Pio hacían la declaración asombrosa de que
cuando estaban en su confesionario experimentaban la imponente impresión
de estar ante la cátedra del juicio de Dios.
A través del sacramento de la misericordia expresaba su más íntima
vocación, que a su vez debe ser la de todo sacerdote: convertir a los
pecadores, salvar las almas. Deseaba
ser considerado exclusivamente como confesor. No era un predicador, no
escribió libros, e incluso su correspondencia epistolar le estaba
vetada por un decreto del Santo Oficio, así que pasaba sus días en el
confesionario. Durante muchos años llegó a permanecer allí hasta 16
horas. En este aspecto es equiparable a otro gran confesor, el santo
Cura de Ars, también encadenado al confesionario durante jornadas
agotadoras. «Me siento perfectamente bien, pero estoy ocupadísimo día
y noche por los cientos de confesiones que tengo que escuchar. No
dispongo ni de un minuto libre; todo el tiempo lo dedico a liberar a los
humanos de las garras de Satanás, pero tengo que agradecer a Dios pues
me ayuda intensamente en mi ministerio. ¡Bendito sea Dios! Siento la
fuerza para renunciar a todo, con tal que las almas regresen a Jesús y
amen a Jesús. Vienen aquí innumerables almas de toda clase social, de
ambos sexos, con el único objeto de confesarse. Se dan espléndidas
conversiones».[6]
Ya
desde sus primeros tiempo de sacerdote se dejó entrever esta misión.
El domingo 14 agosto 1910 el Padre Pío cantaba su primera misa solemne
en la iglesia de Santa Ana, en su Pietrelcina natal. Durante el sermón,
el Padre Agostino manifestó un deseo que resultó profético: «No
tienes mucha salud, no puedes ser un predicador. Te deseo, pues, que
seas un gran confesor». «Parecía
desarrollar su vida entre las cuatro tablas que forman su confesionario,
de forma semejante al molusco que vive encerrado en las valvas de su
concha. Salía de él para tomar una cantidad insignificante de
alimento, para aspirar cuatro sorbos de aire libre en el huerto del
convento, para tomarse un momento de reposo al mediodía o a la noche,
en el coro o en su celda, desahogando su alma atribulada ante Dios.
Innumerables gentes de todo el mundo llegarán a ese rincón de San
Giovanni, aislado, pequeño, privado de toda comodidad, ¡sólo para
confesarse! Este
agreste rincón del Gargano se va a transformar en la montaña santa por
obra del penitente confesor, el Padre Pío. Montaña santa, consagrada
por tantas y tantas absoluciones impartidas en su gran mayoría a
hombres solos, mediante los que ríos y ríos de gracias de reconciliación
han descendido sobre la tierra!»[7]
El
confesionario fue el lugar por excelencia en el que el Padre Pío realizó
sus milagros más sorprendentes, pues no de otro modo se pueden
calificar las asombrosas conversiones que obró en ese reducido
escenario, conversiones prodigiosas e inexplicables, fuera de toda lógica,
imposibles de entender si la gracia de Dios no se hubiera volcado
generosamente a través de las manos estigmatizadas del Padre Pío. Como
decía san Pablo: «Cada conversión es un hecho sobrenatural debido a
la gracia de Jesús». La
lista de sus conversiones, al igual que la de sus milagros, es
asombrosa. Realmente, todos los portentosos dones que Dios le regaló no
tenían otra función que atraer a las multitudes al confesionario para,
una vez allí, arrodillados ante un santo revestido de la misericordia
divina, experimentar conversiones fulminantes, que llenaron de pasmo a
quienes las presenciaron. Atraía con el reclamo de los estigmas increíbles,
encandilaba espiritualmente con una Misa sobrecogedora por su
intensidad, sanaba los cuerpos enfermos... y, como final, esperaba a los
pecadores en el confesionario para reconciliarlos con Dios, para
traerlos de vuelta a la
Madre Iglesia, al Cuerpo Místico de Cristo, operando sorprendentes
metamorfosis incluso en las almas más desviadas de la Iglesia:
comunistas, ateos, masones, curiosos, anticlericales, grandes
pecadores... todos sucumbieron ante el gigantesco poder persuasivo del
Padre Pío. «Es uno de esos hombres extraordinarios que Dios envía a
la tierra de vez en cuando para la conversión de los hombres», dijo
Monseñor Damiani, obispo de la diócesis de Salto, Uruguay, al Papa
Benedicto XV después de conocer personalmente al Padre Pío. «Dios
envía a sus profetas según los tiempos. Para los nuestros Dios envió
al Padre Pío, verdadero hombre de Dios y hombre para los demás, que
actuó y enseñó en el nombre y con el ejemplo de Jesús. La misión
del Padre Pío en esta tierra fue la de despertar en las conciencias el
sentido del pecado, y a través de la misa y del sacramento de la
confesión, llevar a los hombres a la conversión».[8] [1]
Juan Pablo II, Veritatis
splendoris p. 106. [2]
Padre Ángel Peña O.A.R., La
vida es una lucha contra el mal, op.
cit., p. 14. [3]
Revelación dada por Jesús a un alma llamada Enoc, el 25 de Octubre
de 2011. [4]
Cardenal Joachim Meisner, arzobispo de Colonia,
19 de junio de 2010, ZENIT.org [5]
Francisco Napolitano, Padre Pío,
el estigmatizado, Ediciones Padre
Pio da Pietrelcina, 1977. [6]
Epistolario, op.
cit., carta del 3 de Junio de 1919. [7]
F. de Riese Pío X, Padre Pío
da Pietrelcina, Un crucificado sin Cruz, Roma 1975, pp. 201-203. [8] http://www.fratefrancesco.org/biogr/PadrePio
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