Su vida y sus enseñanzas

 

Pensamientos

 

Películas y documentales

 

Imágenes

 

Voz del Padre Pío

 

   

Sitio web dedicado a dar a conocer la vida y la obra de San Pío de Pietrelcina

 El Padre  Pío: un Cristo entre nosotros

Una página de Laureano Benítez Grande-Caballero

  autor de 4 libros sobre el Padre Pío

            

         Ver libro

        Ver libro

   

          Ver libro                    Ver libro

 

El autor se ofrece para dar conferencias de manera gratuita

en cualquier lugar de España.

Para contactar: laure.grande@hotmail.com      Tf: 671573374

Otras obras del autor en: www.laureanobenitez.com

 

Últimos libros publicados

 

 

 

 

 

 

 

 

                    Ver libro

 

 

 

 

 

 

 

 

                      Ver libro

 

 

 

 

 

 

 

 

                            Ver libro

                                                      

  Obras publicadas por LAUREANO BENÍTEZ GRANDE-CABALLERO

 

ALGUNAS CARTAS DEL PADRE PÍO

 

Las cartas del Padre Pío se han publicado en italiano en 4 volúmenes, de los cuales solamente 2 se han traducido al castellano:

PADRE PÍO DE PIETRELCINA: Epistolario: Vols. I y II, Edizioni "Padre Pío de Pietrelcina", Convento Santa María delle Grazie, San Giovanni Rotondo, 2006

 

11/4/1915 ´                                                         

 

Hija querida del Padre celestial

Su corazón es siempre el templo del Espíritu Santo. Que Jesús visite su espíritu, la consuele, la sostenga y la saque del estado de desolación extrema en que la bondad de su Padre ha querido colocarla. Así sea. Perdone mi atrevimiento al permitirme dirigirle esta pobre carta mía sin haberla conocido nunca personalmente, porque debe saber que hace muchos años ruego al Divino Maestro que me de a conocer su alma y sus designios sobre usted. También ha sido de su agrado manifestarme el estado actual en que se encuentra, y Él mismo me manda escribirle esta carta, para que con ella reciba consuelo.

Que sea siempre bendito Él también en esto. Hago votos ardientes al Señor para que la presente le sirva de mucho alivio y de total seguridad, ya que Jesús me hace saber que no debe tener por su estado espiritual en la crisis  que atraviesa, pues todo resultará a mayor gloria suya y al perfeccionamiento de su alma. Él quiere que deje y abandone todos esos temores que tiene acerca de la salvación eterna, que no aumente esas sombras que el demonio va haciendo cada vez más densas para atormentarla y separarla de Dios, si eso le fuera posible.

Su desolación actual no es que Dios la abandone, ya que su divina misericordia la va haciendo cada vez más aceptable a sus ojos: Él permite todo esto para asemejarla a su Hijo divino en las angustias del desierto, del huerto y de la cruz. Lo mejor que puede hacer es aceptar con alegría y serenidad la prueba presente, sin desear verse liberada. Humíllese bajo la poderosa y paternal mano de Dios, aceptando con sumisión y paciencia las tribulaciones que le envía para que pueda exaltarla dándole su gracia cuando Él la visite.

Que toda su solicitud en medio de estas tribulaciones que la invaden totalmente se centre en un abandono total en los brazos del Padre celeste, ya que Él tiene sumo cuidado para que su alma, tan predilecta, no sea sometida al poder de Satanás.

Humíllese, pues, ante la Majestad de Dios, y de gracias continuamente a tan buen Señor de tantos favores con lo que sin cesar enriquece su alma, y confíe cada vez más en su divina Misericordia. Ud. se salvará, y el enemigo se revolcará en su rabia, siendo cierto que la misma mano que la ha sostenido hasta ahora, haciéndole enumerar infinitas victorias, continuará apoyándola hasta aquel instante en que su alma sea invitada por el Esposo celeste: “Ven, esposa mía, recibe la corona que te he preparado desde la eternidad”. Debe tener una confianza ilimitada en el Señor, pensando que el premio no está lejos: no pasará mucho tiempo sin que se realice en Ud. lo dicho por el profeta: “Entre las tinieblas resplandecerá la luz”; y luz en verdad es su actual desolación, luz que proviene de una singularísima gracia que no a todas las almas que caminan al cielo concede el Señor. Más aún, son poquísimas las almas que se hacen dignas de tal merced.

Ahora me parece que legítimamente puede ponerme esta objeción: Si es ésta una gracia, como Ud. Dice, y toda gracia da luz al alma, ¿por qué a mí en vez de luz me trae tinieblas? Esta réplica sería aceptable si se tratase de gracias de orden inferior, quiero decir de aquellas gracias que el Señor suele conceder a todos. Aquí, en cambio, el caso es muy diferente: la gracia del Señor de que se halla penetrada, sublimará su alma hasta la unión perfecta de amor. Ahora bien, el alma, antes de llegar a esta unión, a esta transformación en Dios o casi Dios por participación, necesita que sea purificada de sus defectos y de todas sus inclinaciones hacia las cosas materiales y sobrenaturales —y esto no sólo en cuanto a sus actos, sino también en cuanto a sus causas— en la mayor medida posible durante la vida presente. Necesita que sea despojada de toda potencia y de toda inclinación natural a fin de poder ser elevada a obrar de modo más divino que humano.

Para obrar todas estas maravillas es necesario que una causa aflictiva interior las realice, y ese papel hace la gracia singularísima de que acabo de hablar y con la que el Señor la regala. Ahora bien, toda gracia produce luz, mejor dicho, es luz y, por consiguiente, cuanto más elevada es una gracia, tanto más sublime es su luz. Y ya que la gracia con que el Señor la ha enriquecido al presente es tan alta y sublime que tiende directamente a transformar el alma en una sola cosa con Dios, la luz que trae consigo es tan altísima que, penetrando el alma de modo trabajoso y desolador, la coloca en extrema aflicción y angustia interior de muerte. Y esto proviene de que esta gracia que produce luz tan sublime encuentra al principio el alma indispuesta para la unión mística y la penetra en forma purgativa y, por consiguiente, en lugar de iluminarla la obscurece; en lugar de consolarla la hiere, llenándola de grandes sufrimientos en el apetito sensitivo y de graves angustias y sufrimientos espantosos en sus potencias espirituales. Y así, cuando dicha luz, con estos medios, ha purgado el alma, la penetra entonces de forma iluminativa y la hace ver y la lleva a la unión perfecta con Dios.

También Santa Teresa fue sometida a tan durísima prueba: también ella experimentó, y tal vez de modo bastante más penetrante que Ud., el efecto de esta luz purísima, que le hacía ver a Dios en lontananza sin tener posesión efectiva alguna, por lo que estaba transida de un dolor tan agudo que la hacía morir. Pero fue precisamente esa luz la que, después de haberle purificado el espíritu con tan agudas puñaladas, la unió finalmente a Dios con perfecto amor. El ejemplo de esta santa, mártir de amor, sírvale de estímulo y le haga combatir con fuerte ánimo para que, como ella, pueda obtener el premio destinado a las almas generosas.

Comprendo muy bien que el encuentro es duro, penosísima la lucha, pero anímese pensando que el mérito del triunfo será grande, la consolación inefable, la gloria inmortal, y la recompensa eterna.

Termino recomendándole que viva tranquila porque nuevamente asegura Nuestro Señor Jesús Cristo que no hay lugar a tener miedo. Ensanche su corazón y deje al Señor que obre en Ud. libremente.

Ruegue por mí, que continuamente la recuerdo ante el Señor. Que Jesús la consuele siempre.

Un pobre sacerdote capuchino.

 

17/11/1914

Queridísima hija:

Jesús la consuele siempre y la guarde en su santo amor. Así sea. Bendigo, amo y ruego siempre al Señor, y en todo momento de mi vida le doy las gracias por tantos favores como ha concedido a Ud. y a su hermana. Sea, por siempre jamás, bendecido el Padre de los huérfanos, por haber devuelto en su bondad la vida a Juana. No les oculto el peligro extremo que corrió. Fue arrebatada de las fauces de la muerte, pues había sido destinada a unirse con sus padres allá arriba. Solamente las numerosas oraciones pudieron suspender la ejecución.

Les digo esto no para despertar en Ud. espanto y terror y sí para excitarles al agradecimiento y a una mayor confianza en el Autor de todo bien. ¡Cuán bueno es nuestro Dios! Él quiso evitarles semejante desgracia. Vuelvo a exhortarles a confiar siempre en Dios y a no abandonarse a sí mismas como por desgracia suele ocurrir: No den lugar en el alma a la tristeza que impide la libre operación del Espíritu Santo. Entristezcámonos, sí, pero con santa tristeza al ver el mal que tanto se propaga y las muchas almas que se apartan de la fe. Ese no querer someter el propio juicio al de los demás, ni siquiera al del muy experto en la cuestión, es signo de poca docilidad y prueba de soberbia. Uds. mismas lo reconocen, Uds. mismas están de acuerdo. Pues bien, anímense y eviten el caer en ello; sean todo ojos al respecto; el Señor está con Uds., atento siempre a escuchar sus secretas confidencias.

Si yo realmente he presionado y presiono al Corazón del Padre celestial por la salud de Juana y por la de Uds., Él lo sabe. La curación perfecta de la enfermedad que martiriza a la pobre Juana no serviría para dar gloria a Dios, ni para la salvación de su alma, ni para la edificación de las personas que viven del espíritu de Jesús; por lo cual no puedo continuar, no puedo importunar más a su divina Majestad para que se la conceda. Rezaré, sí, y no la olvidaré, dondequiera que esté y en cualquier estado que me encuentre, para que el Señor quiera concederle habitualmente la salud que necesita para cumplir su oficio. Tengo la esperanza de que el Señor, siempre bondadoso, no rechazará la oración de su siervo y de que me concederá en favor de la pobre enferma más aún de lo que me atrevo a pedirle.

El otro motivo por el cual me retraigo de pedir la curación perfecta de Juana, es porque su enfermedad le sirve de medio muy eficaz en el ejercicio de la virtud, y yo no puedo privar a esta alma generosa de tantos tesoros, por una piedad y un amor que Uds. entienden equivocadamente. Y recuerde Ud. Que, si hoy se encuentra en el buen camino, es por aquella gracia que la Virgen de Pompeya le obtuvo en favor de su hermana. Consideren esto, y no pretendan lo que el Señor no querría ni haría, porque se trata de imperfección en la fe por parte de Uds. Piensen en lo que les he dicho; que el Señor se lo haga comprender.

Manténganse fuertes en la fe y quedarán rechazadas todas las malas artes del enemigo. Esta es la advertencia que nos da San Pedro, Príncipe de los apóstoles: “Sed sobrios y vigilad, porque vuestro adversario el diablo, como león rugiente, os acorrala buscando presa; resistidle firmes en la fe”; y, para dar mayores ánimos, añade: “Sabiendo que lo mismo tienen que sufrir vuestros hermanos que pueblan el mundo”. Sí, querida, en el momento de la lucha recuerden su fe en las verdades cristianas, y de modo singular reaviven su fe en las promesas de vida eterna que el Señor ha hecho a quienes combatan con ánimo y fortaleza.

Que les infunda ánimo y valor el saber que no se está solo cuando se sufre, ya que todos los cristianos del mundo sufren las mismas penas y se hallan expuestos a las mismas tribulaciones. Recordemos también que el destino de las almas elegidas es el sufrimiento, condición a la que Dios, autor de todo y de todos los dones conductores a la salvación, ha fijado para darnos la gloria.

Levantemos los corazones, llenos de confianza en solo Dios. Humillémonos bajo su mano poderosa, aceptando con buena cara las tribulaciones que nos manda, para que pueda exaltarnos el día de su llegada. Toda nuestra solicitud la ponemos en su amor.

Padre Pío, Capuchino.

 

 

San Giovanni Rotondo, 3-9-1918.

Carísimo:

 

Que Jesús te conforte y esté siempre contigo. Recibo tu carta en la que me describes tus imperfecciones y tus penas, y querría poder aliviarte y enviarte algún remedio a tu enfermedad. Pero, hijo mío, siento no poder hacerlo como sería mi deseo, porque ni el tiempo me lo permite, ni me acompañan las fuerzas, ni físicas ni morales. Me encuentro muy mal y me doy cuenta de haber llegado a ser superlativamente pesado a mí mismo.

La mayor parte de lo que me dices y de lo que silencias no necesita, de ordinario, más remedio que el paso del tiempo y de los ejercicios practicados según la regla bajo la cual se vive. Hay igualmente algunas enfermedades físicas cuya curación no se consigue tomando medicamentos, y sí con modo adecuado de vivir. El amor propio, la propia estima, la falsa libertad de espíritu, son raíces que no pueden arrancarse del corazón fácilmente; pero puede impedirse que produzcan sus frutos, que son los pecados. Porque sus brotes y salidas, o sea las primeras sacudidas y primeros movimientos, no pueden impedirse del todo mientras estemos en este mundo; pero se puede, y en esto debemos poner todo nuestro cuidado, moderar y disminuir su ímpetu con la práctica asidua de la virtud contraria y particularmente de la humildad, de la obediencia y del amor a Dios.

Hay que tener paciencia, pues, y no desanimarse por cualquier imperfección o porque se cae en ella frecuentemente sin quererlo. Quisiera tener un buen martillo para romper la punta de tu espíritu, que es demasiado sutil en los pensamientos de tu avanzar espiritual. Pero te lo he dicho muchas veces, querido, y te lo repito otra más: en la vida espiritual hay que caminar con gran confianza.

Si obras bien, alaba y dale gracias al Señor por ello; si te acaece obrar mal, humíllate, sonrójate ante Dios de tu infidelidad, pero sin desanimarte; pide perdón, haz propósito, vuelve al buen camino y tira derecho con mayor vigilancia. Ya sé muy bien que no quieres obrar mal dándote cuenta; y las faltas que cometes inadvertidamente sólo deben servirte para adquirir humildad.

No temas y no te angusties con las dudas de tu conciencia, porque ya sabes que obrando con diligencia y haciendo cuanto puedas, sólo te queda pedirle a Dios su amor, ya que Él no desea otra cosa que el tuyo. Practica cuanto has aprendido de mí y otros; no temas y procura cultivar con amor y con diligencia la suavidad y la humildad interior.

Había prometido ir ahí a pasar unos meses para poder veros a todos y deciros cosas hermosas de Jesús, para confortaros y confirmaros en las santas resoluciones; pero conviene renunciar por ahora, aun sintiéndolo mucho, a causa del motivo arriba expresado. De momento, Jesús no me lo permite. Cumpliré la promesa en cuanto el Señor lo quiera. Pido continua y ardientemente al cielo mil bendiciones para ti y para nuestros hermanos, y, sobre todo, para que seas humilde y manso de corazón, y para que aproveches de las pruebas a que piadosamente te somete el Señor, recibiéndolas amorosamente por amor a quien por el nuestro toleró tantísimas.

Os saludo y abrazo a todos. Dale recuerdos a Fray Marcelino, y dile que recibí su tarjeta. Se lo agradezco de corazón, y si necesita algo de mí antes de que vaya yo ahí, que me escriba tan sólo.

Padre Pío.

 

 

 

Mi queridísima Hija:

Continua poseyéndote toda Jesús, y mirándote como elegida. Recibo la tuya y he comprendido todo, y lo he comprendido todo en toda su verdad, expresada con tanta exactitud y claridad y sin contrariarla en nada. Por eso puedes y debes estar tranquila en lo referente a esa duda que te preocupa y trastorna. Ya no es la Justicia, mi buena hija, es el Amor crucificado que te crucifica y te quiere asociada a sus amarguísimas penas y sin más apoyo que el de las angustias de la desolación. La justicia nada tiene que vengar en ti, pero sí en otros, y tú, víctima, debes por los hermanos aquello que falta todavía en la Pasión de Jesucristo. Esta es la verdad y sólo la verdad. No te afanes buscando a Dios lejos de ti: está dentro de ti, contigo, en tus gemidos, mientras le buscas está como una madre que incita a su hijito a que la busque y ella se encuentra detrás y con sus manos le impide que llegue.

Desgraciadamente comprendo las angustias de tu estado; se asemejan a las del infierno, pero no te preocupes, no te asustes. Además no sé qué aconsejarte, hijita, para aliviar tu martirio; y es inútil porque el Omnipotente te quiere en holocausto. Sólo te aconsejo que imites a Isaac en manos de Abraham y que esperes contra toda esperanza. Los mártires no sólo sufrieron sino que murieron en el dolor y no encontraron a Dios más que en la muerte. No temas de ningún modo las vejaciones de Satanás: nada podrá El contra quien está sostenido de modo singular por la gracia vigilante del Padre celeste. Debe bastarte saber que en este furioso asedio tu alma no ofende a Dios y le da además la más hermosa prueba de su felicidad, al mismo tiempo que va embelleciéndose a los ojos divinos. Esta es la verdad, y si dijera otra cosa no sería cierto. Guárdeme el Señor de caer en tamaño desatino. Quisiera también que durante la tempestad gritases siempre: ¡Señor, sálvame,! para que no te hagas acreedora al reproche: "Alma de poca fe, por qué has dudado.?" Déjate, pues, llevar, arrastrar y tragar por la tempestad, que en el fondo del mar encontrarás, como Jonás, el Señor que te salva. Cuando me escribas cuéntame también el sueño que tuviste.

Te agradezco cuanto haces por mí ante el Altísimo. Y ahora, qué diré, hija, de mí? Estoy siempre colgado en el duro patíbulo de la cruz sin ayuda y sin descanso. Mi alma va muriendo en su dolor, sin el consuelo de poder ver un día el rostro de Dios que con tanta ansia se busca y nunca se encuentra.

¡Ay de mí! Qué podré hacer para alcanzar la gracia de aquel Dios que tal vez rechacé y del que justamente soy rechazado.’, ¡Dios mío!, no soy capaz de decir otra cosa. La plenitud del dolor me mata y me hace perder el sentido. Ayúdame con tus plegarias ante el Señor, para que la prueba resulte agradable a Dios y sirva de rehabilitación a mi alma. Me encuentro levantado no sé como en el ara de la Cruz desde el día de la fiesta de los santos Apóstoles, sin jamás descender ni por un instante. Anteriormente era interrumpido el suplicio algún instante, pero desde aquel día, hasta aquí, el sufrimiento es continuo sin interrupción alguna. Y este penar va siempre en aumento. ¡Fiat!

Te bendigo con paternal cariño y a ti me encomiendo.

Padre Pío.

San Giovanni Rotondo, 21-7-1918.

 

Mi queridísima Hija:

 

Recibo la tuya, y lo he comprendido todo en su verdad, expresada con tanta exactitud y claridad. Puedes y debes estar tranquila en lo referente a esa duda que te preocupa y trastorna. Ya no es la Justicia, mi buena hija: es el Amor crucificado quien te crucifica y te quiere asociada a sus amarguísimas penas, sin más apoyo que el de las angustias de la desolación.

La justicia nada tiene que vengar en ti, pero sí en otros, y tú, víctima, debes por los hermanos aquello que falta todavía en la Pasión de Jesucristo. Esta es la verdad y sólo la verdad. No te afanes buscando a Dios lejos de ti: está dentro de ti, contigo, en tus gemidos; mientras le buscas,  Él está como una madre, que incita a su hija a que la busque mientras ella se encuentra detrás, y con sus manos le impide que llegue.

Desgraciadamente, comprendo las angustias de tu estado; se asemejan a las del infierno, pero no te preocupes, no te asustes. Además, no sé qué aconsejarte para aliviar tu martirio, porque el Omnipotente te quiere en holocausto. Sólo te aconsejo que imites a Isaac en manos de Abraham y que esperes contra toda esperanza. Los mártires no sólo sufrieron, sino que murieron en el dolor y no encontraron a Dios más que en la muerte.

No temas de ningún modo las vejaciones de Satanás: nada podrá contra quien está sostenido de modo singular por la gracia vigilante del Padre celeste. Debe bastarte saber que en este furioso asedio tu alma no ofende a Dios y le da además la más hermosa prueba de su fidelidad, al mismo tiempo que va embelleciéndose a los ojos divinos. Esta es la verdad, y si dijera otra cosa no sería cierto. Guárdeme el Señor de caer en tamaño desatino. Quisiera también que durante la tempestad gritases siempre: “¡Señor, sálvame!”, para que no te hagas acreedora al reproche: “Alma de poca fe, ¿por qué has dudado?” Déjate, pues, llevar, arrastrar y tragar por la tempestad, que en el fondo del mar encontrarás, como Jonás, que el Señor te salva.

Cuando me escribas, cuéntame también el sueño que tuviste. Te agradezco cuanto haces por mí ante el Altísimo. Y ahora, ¿qué diré, hija, de mí? Estoy siempre colgado en el duro patíbulo de la cruz, sin ayuda y sin descanso. Mi alma va muriendo en su dolor, sin el consuelo de poder ver un día el rostro de Dios, que con tanta ansia se busca y nunca se encuentra.

¡Dios mío!, no soy capaz de decir otra cosa. La plenitud del dolor me mata y me hace perder el sentido. Ayúdame con tus plegarias ante el Señor, para que la prueba resulte agradable a Dios y sirva de rehabilitación a mi alma. Me encuentro levantado no sé cómo en el ara de la Cruz desde el día de la fiesta de los santos Apóstoles, sin jamás descender ni por un instante. Anteriormente era interrumpido el suplicio algún instante, pero, desde aquel día hasta aquí, el sufrimiento es continuo, sin interrupción alguna. Y este penar va siempre en aumento. ¡Fiat!

Te bendigo con paternal cariño y a ti me encomiendo.

Padre Pío.

 

 

Queridísima hija:

 

Siento como mías todas sus aflicciones. El verle tan conmovida me mueve espontáneamente a decir al Señor que mande al enemigo que desista del feroz asedio, o que le dé a Ud. más fortaleza para resignarse con suavidad a su voluntad santísima.

Mientras me aflijo y ruego de esta manera, siento una alegría espiritual al considerar el singularísimo amor que Jesús le tiene. Señal cierta de este amor es la tempestad que ruge sobre su cabeza y que la va transformando por entero. No crea que ésta es una opinión personal: es Dios mismo quien advierte que la tentación es una prueba de que el alma se está uniendo con Dios: “Hijo, si te aprestas a servir a Dios, prepara tu alma para la tribulación”.

El que se vea perseguida quiere decir que está en el camino del servicio divino y, cuanto más amiga y fiel sea de Dios, tanto más arreciará contra Ud. la tentación. La tribulación es señal clarísima de que el alma está unida a Dios: “Con Él estoy en la tribulación.” Todo el desaliento que rodea  su alma no puede ser un castigo de Dios por sus comuniones y confesiones mal hechas, ni por otras prácticas de piedad realizadas sin cuidado; créame, esos pensamientos son verdaderas y clarísimas tentaciones que debe desechar lejos de Ud.,  porque no es verdad de ninguna forma que ofenda a Dios, ya que el mismo Señor con su gracia vigilante la preserva.

Cuando el alma gime y tiene miedo de ofender a Dios, no le ofende, está lejísimos de tal cosa. La gracia divina está con Ud. y el Señor la quiere muchísimo. Las sombras, los temores, las persecuciones contrarias son artefactos diabólicos que debe despreciar Ud. en nombre de Jesús. No dé oídos a estas tentaciones. Pertenece al enemigo el hacer creer que nuestra vida pasada esté totalmente sembrada de pecados. Escúcheme, la conjuro de parte de Jesús a que procure sentir que precisamente esto es lo que dice el Esposo del alma, y que yo le digo ser su presente estado: Un efecto de su amor para con Dios y una prueba del incomparable amor de Dios para Ud. Rechace todos esos temores, no aumente las sombras que el enemigo va haciendo cada vez más densas para atormentarla y alejarla si le fuera posible hasta de la comunión diaria. Consuélese y alégrese sabiendo que el Padre celestial permite estos ataques del enemigo para que su misericordia la asemeje más a su divino Hijo en las angustias del desierto, del huerto y de la cruz.

Sí, el Padre celestial quiere que se asemeje a su Unigénito, que, habiendo asumido sobre sí la iniquidad de los hombres, fue atormentado de manera terrible e inefable. Esté, pues, agradecida, porque la trata como alma predilecta, para que pueda seguir de cerca a Jesús por la cuesta del calvario; y yo veo con emoción y alegría en mi corazón esta manera de obrar de la gracia de Dios con Ud., queridísima hermana del corazón.

Padre Pío

 

Queridísima hija:

 

Jesús te bendiga, sea siempre el Rey de tu corazón y te trate como le agrade, protegiendo tu alma en la durísima prueba espiritual, que si es prueba efectiva, también será prueba amorosa. Constantemente elevo oraciones al Señor por ti: Te ruego estés firme, segura, constante, que permanezcas inmutable contra cualquier prueba y persuasión contraria.

No temas, vuelvo a decirte, hija mía. El Señor está contigo y se complace en tu alma.

No ofendes en modo alguno al Señor; más bien le quieres con un amor grandísimo, y es por esto por lo que el Señor ha puesto su mirada de suma complacencia sobre ti. Él te ama con predilección, y es precisamente por esto que te va sometiendo a todas las pruebas de su dolorosísima pasión. Así pues, hija mía, es tu estado admirable desde todos los puntos de vista. Resígnate y fortalécete por las consideraciones de lo que te digo y que te vienen hechas por quien ocupa el lugar de Dios y  te ama inmensamente en Él. Que te sean suficientes, queridísima hija, estas consideraciones, y perdóname si no me extiendo más como desearía, porque también yo me encuentro herido por la epidemia. ¡Qué contento estaría yo si esta enfermedad fuese propicia a darme el último golpe de gracia!, mas es inútil esperarlo. Hay que continuar viviendo y por mucho tiempo todavía, para poder apurar enteramente el cáliz de Getsemaní hasta las últimas gotas y exhalar el último suspiro de vida en el Calvario, entre el abandono de todo y de todos.

Mis sufrimientos interiores crecen y crecen cada vez más sin el menor descanso. Pero te suplico que no te aflijas en demasía por esto, sabiendo que así lo quiere el Señor, porque así desea ser amado de sus criaturas.

No deseo otra cosa, pues, de ti, sino que como una nueva María asistas al crucificado con tus oraciones y sufrimientos, y ofrezcas las penas de Él a la divina justicia para que un día tenga misericordia de mi.

Acabo de recibir noticias de casa que me hacen saber que he perdido una hermana y un sobrino, y que mi madre se encuentra también ella en triste estado. Te dejo que supongas el desgarro de mi alma y de mi corazón, y no me queda más que hacer y repetir con Job: “Dios me lo dio, Dios me lo quitó: sea bendito su santo nombre”. Te pido una oración por la pobre difunta y otra por mi madre,  fin de que sea apartada de la muerte, si a Dios le place, y que Él e a todos la santa resignación.

Te bendigo con todo afecto.

 

 

Mis queridísimos hijos:

 

¡La gracia del Señor sobreabunde en vuestros corazones transformándolos totalmente en El!  Recibo con indecible consolación vuestra carta rebosante de filial afecto y me anima a ser sincero siempre con vosotros y a no dejar de amonestaros con franqueza en lo que os veo defectuosos. Dios sea bendito, carísimos hijos, por la santísima bondad que prodiga a esas vuestras almas que mi corazón ama verdadera e incomparablemente como a mí mismo. En primer lugar tengo que congratularme con vosotros de la constancia que tenéis en el servicio del Señor.

Esta vuestra constancia me hace esperar que, reconociendo vuestros defectos, en los que habitualmente caéis sin determinada y deliberada voluntad, os resolveréis a extirparlos con la asistencia de la gracia divina que os sobreabunda. ¿Cuáles son, pues, los defectos que os reconocéis y que han echado raíces en alguno de vosotros, aunque no en todos? No me modero en notificároslos. Sé que entre vosotros los hay que han olvidado prontamente la gran estima que se debe a quien tiene sobre ellos la dirección inmediata. Se responde con arrogancia a esta dirección y, lo que es peor, se hace uno el sordo cuando es reprendido por alguna travesura. Referente a esto, tengo que lamentarme vivamente con los culpables. A ésos no les recuerdo otra cosa, ni les reprendo, más que la solemne promesa que me hicieron momentos antes de separarse de mí. Tengo la esperanza de que no volverán a caer en semejantes faltas. Todo me hace esperar la confianza total que tengo en Dios y la gran estima que me tienen estos queridos muchachos. Aparte de esto que os he comunicado no tengo motivos más que para congratularme con vosotros. Veo que vuestros corazones están siempre llenos de buenos deseos y esto me hace esperar que os entregaréis con todas vuestras fuerzas a corregiros de lo que os he manifestado en esta carta y también de todo aquello que os dije mientras fui vuestro director. Sé que os entristeceréis porque no podréis corregiros eficazmente de vuestras imperfecciones, pero debéis haceros fuertes, carísimos hijos, y recordad lo que tan a menudo os he repetido sobre el particular, o sea, que debéis trabajar igualmente en la práctica de la fidelidad a Dios para renovar vuestros propósitos con la misma frecuencia con que los transgredís y estando de sobre aviso para reconocer vuestra miseria y así no transgredirlos. Tened mucho cuidado de vuestros corazones para purificarlos y fortalecerlos a medida del número y magnitud de las inspiraciones que recibáis. Elevad frecuentemente vuestras almas a Dios; leed buenos libros con la mayor frecuencia que posible os sea, pero con mucha devoción; sed asiduos en la meditación, en las oraciones y en el examen de conciencia varias veces al día. Amad mi alma, que ama perfectamente la vuestra; y encomendadme siempre a la divina piedad como incesantemente hago por vosotros. No penséis jamás, mis queridísimos hijos, que la distancia del lugar separe las almas que Dios ha unido con el vínculo de su amor. Los hijos del siglo se encuentran todos separados los unos de los otros, porque tienen el corazón en distinto lugar; pero los hijos de Dios, teniendo el corazón donde tienen su tesoro y no teniendo todos más que un mismo tesoro, que es el mismo Dios, están, por consiguiente, siempre unidos...

Padre Pío, Capuchino

 

 

CARTA DEL PADRE PÍO SOBRE EL ÁNGEL DE LA GUARDA

Así le escribía el 15 de julio de 1915, el Padre Pío de Pietrelcina a Ana Rodote:

“Que el buen Ángel Custodio vele sobre ti. Él es tu conductor, que te guía por el áspero sendero de la vida. Que te guarde siempre en la gracia de Jesús, te sostenga con sus manos para que no tropieces en cualquier piedra, te proteja bajo sus alas de las insidias del mundo, del demonio y de la carne.

“Tenle gran devoción a este Ángel Bienhechor. ¡Qué consolador es el pensamiento de que junto a nosotros hay un espíritu que desde la cuna hasta la tumba, no nos deja ni un instante ni siquiera cuando nos atrevemos a pecar!

“Este espíritu celeste nos guía y nos protege como un amigo o un hermano. Es también consolador saber que este ángel reza incesantemente por nosotros, ofrece a Dios todas las buenas acciones y obras que hacemos; y nuestros pensamientos y deseos, si son puros.

“Por caridad, no te olvides de este compañero invisible, siempre presente y siempre pronto a escucharnos y más todavía para consolarnos. ¡Oh, feliz compañía, si supiésemos comprenderla!”.

¿CÓMO PUEDE AYUDARTE EL ÁNGEL CUSTODIO?

- Tu Ángel Custodio es una muestra más del amor y de la bondad de Dios contigo.

- A tu Ángel Custodio, Dios le permite llegar directamente a tu imaginación (sin palabra alguna), suscitando imágenes, recuerdos, impresiones que te señalen el camino correcto a seguir.

Tu Ángel Custodio puede ayudarte de las siguientes formas:

a) Darte AUXILIO ESPIRITUAL:

Puede si tú se lo pides, ayudarte a que tu oración sea mejor, a que no te distraigas, puede sugerirte propósitos para mejorar o formas de concretar algún buen deseo, puede ayudarte en el apostolado, en el trato con las personas que te rodean...

b) Darte, además, algún AUXILIO MATERIAL:

Puede si se lo pides, ayudarte en las pequeñas necesidades de la vida cotidiana como por ejemplo: no perder el autobùs, ayuda en un examen que has estudiado, encontrar algo que habías perdido, acordarte un asunto olvidado que es necesario tener presente...

c) PROTEGERTE de los peligros del alma:
 tu Ángel Custodio te cuida contra las tentaciones que te invitan a cometer un pecado.

d) PROTEGERTE de los peligros del cuerpo:
 por ejemplo un tropiezo, un choque, un accidente, una enfermedad... La Biblia dice: ¨Te enviará a sus ángeles para que no tropieces en piedra alguna¨ (Sal 90,11).

e) Darte consejo prudente. Llamarte al bien.

f) Animarte.

g) Confortarte, consolarte.

h) Ayudarte en todo aquello que sea bueno en tu camino de salvación.

- Finalmente es importante que recuerdes que los ángeles no tienen el poder de Dios ni su sabiduría infinita. Pueden ayudarte porque Dios se los permite.

Procuremos ser devotos y agradecidos con nuestro Ángel. Invócalo en tus necesidades.

 

 

Oraciones al Padre Pío

 

Grupos de Oración del Padre Pío

 

Conferencias del autor

 

Testimonios y milagros

 

Enlaces