SU
VIDA Y SUS ENSEÑANZAS
EL
SANTO MÁS POPULAR
El
Padre Pío es mundialmente conocido porque llevó los estigmas de Cristo
durante 50 años, siendo el único sacerdote estigmatizado de la
historia de la Iglesia, y la persona que más tiempo llevó las llagas
de Cristo.
Además
de los estigmas, fue portador de muchos otros dones místicos, como éxtasis,
visiones y profecías, bilocaciones, olor de santidad y curaciones
milagrosas. El incalculable de los milagros que protagonizó ―y
sigue protagonizando― le convierten sin lugar a dudas en el santo
más prodigioso de la Iglesia.
El
más prodigioso… y el más popular, hasta el punto de que los
creyentes de hoy rezan más al Padre Pío que a la Virgen o al mismo Jesús.
Otro dato: su tumba en san Giovanni Rotondo es visitada por cerca de 8
millones de peregrinos, con lo cual es el segundo santuario más
visitado de la Cristiandad, sólo por detrás del santuario de
Guadalupe, y por delante de la mismísima Basílica de san Pedro.
Tras
este fenómeno de masas hay que ver dos hechos fundamentales: en primer
lugar, las multitudes veneran al Padre Pío por los incontables milagros
que protagoniza, y probablemente buscan su intercesión para que les
socorra en alguna necesidad grave que tengan en sus vidas. Pero, por
otra parte, esta enorme marea de peregrinos, este fenómeno de conversión
de masas, único en la historia de la Iglesia, muestra a las claras que
el mundo tiene hambre y sed del Dios vivo, del Dios que se encarnó en
Jesús, del Jesús que se manifiesta vivo y presente en el mundo a través
del Padre Pío, quien con sus virtudes heroicas, sus milagros
incontables, y su sacrificio como víctima propiciatoria puede
considerarse un verdadero “Cristo entre nosotros”
La
vida del Padre Pío suscita muchos interrogantes, entre los cuales
destacan dos: en primer lugar, cabe preguntarse por qué le fueron
concedidos tantos dones sobrenaturales: No fue un teólogo, ni un
erudito, ni ocupó cargos de autoridad, ni tuvo títulos, ni escribió
libros. Nunca salió de su convento: era un simple sacerdote que decía
misa y confesaba. Ejerció su misión en el altar y en el confesionario,
como un humilde sacerdote, como un simple monje de un convento modesto
ubicado en una región olvidada de Italia.
Pablo
VI resumía la figura del santo de los estigmas con estas palabras: “¡Mirad
qué fama ha tenido, qué clientela mundial ha reunido en torno a sí!
¿Por qué? ¿Quizá porque era filósofo o sabio o tenía medios a
disposición?... No, sino porque decía Misa humildemente, y confesaba
desde la mañana hasta la noche... ¡Era un hombre de oración y
sufrimiento!”.
En
segundo lugar, hay que preguntarse por qué el mayor santo que ha dado
la historia de la Iglesia, exceptuando los apóstoles, se encarnó en la
época en la que el cristianismo atravesando su peor crisis. Esto no
puede ser una simple coincidencia, sino que debe responder al plan
divino de la salvación, donde nada es casual ni azaroso.
SACERDOTE
SANTO Y VÍCTIMA PERFECTA
El
Padre Pío nació el 25 de mayo de 1887 en Pietrelcina, un humilde
pueblo del sur de Italia. Recibió al nacer el nombre de Francesco, pues
su madre era devota del santo de Asís.
Desde
niño empezó a dar señales de una singular elección: a los cinco años
empezó a tener visiones de Jesús, la Virgen y el ángel custodio; le
gustaba mirar las imágenes de los libros piadosos, y visitar la iglesia
para estar con “Gesú y la Madonna”. Ya por entonces manifestó su
intención de ser capuchino y sacerdote.
Con
nueve años, ya empezó a practicar mortificaciones, como dejar de comer
y dormir en el suelo con una almohada de piedra. Un día,
su madre le sorprendió dándose golpes en la espalda con una
cadena de hierro. El muchacho explicó a su sorprendida madre:
“Tengo que pegarme lo mismo que los judíos pegaron a Jesús y le
hicieron salir sangre de su espalda.”
Por
esa edad comenzó a padecer extrañas enfermedades que ya no le
abandonarán nunca, y que prefiguran lo que será una vida marcada por
el sufrimiento corporal. A esto se añadirán pronto, desde que mostró
su decisión de ingresar en el noviciado capuchino, muchas dudas,
pruebas y tentaciones. El joven Francesco tenía quince años. Corría
el año de 1902.
En
Enero de 1903, a los 16 años, inició
su noviciado en el convento capuchino de Morcone.
El
22 de enero viste los "hábitos de prueba" y se convierte en
Fray Pío de Pietrelcina.
El
27 de Enero de 1907, Fray Pío hizo la profesión de los votos solemnes.
Por
este tiempo empezó a tomar clara conciencia de la misión que iba a
desempeñar en la Iglesia como expresión de su carisma religioso: ser
un alma víctima: “Desde hace tiempo siento una necesidad, la de
ofrecerme al Señor como víctima por los pobres pecadores y por las
almas del purgatorio. Este deseo ha ido creciendo cada vez más en mi
corazón, hasta el punto de que se ha convertido, por así decir, en una
fuerte pasión. Ya he hecho varias veces ese ofrecimiento al Señor,
presionándole para que vierta sobre mí los castigos que están
preparados para los pecadores y las almas del purgatorio, incluso
multiplicándolos por cien en mí, con tal de que convierta y salve a
los pecadores, y que acoja pronto en el paraíso a las almas del
purgatorio”.
En
su correspondencia con su director espiritual expresaba claramente su
vocación de alma víctima: «Jesús
se escoge las almas, y entre éstas, sin ningún mérito mío, ha
escogido también a la mía para ser ayudado en el gran negocio de la
salvación humana... ¿No le dije que Jesús quiere que yo sufra sin
consuelo alguno? ¿No me ha escogido Él para ser una de sus víctimas?
Jesús dulcísimo me ha hecho entender todo el significado de víctima...
¡Qué gran cosa es ser víctima de amor!
Mi
misión es consolar y aconsejar a los afligidos, especialmente a los
afligidos de espíritu. ¡Oh, si pudiera barrer el dolor de la faz de la
tierra! “Oh, qué hermoso el llegar a ser víctima perfecta de amor.
Estoy extendido sobre el lecho de mis dolores. He subido al altar de los
holocaustos y espero a que el fuego descienda, para consumir pronto la víctima”.
Si
sé que una persona está afligida, sea en el alma o en el cuerpo, ¿qué
no haría ante el Señor para verla libre de sus males? Con mucho gusto
cargaría con toda tus aflicciones, con tal de verla a salvo, cediendo a
su favor el fruto de tales sufrimientos, si el Señor me lo permitiera».
El
10 de agosto de 1010 fue ordenado sacerdote. Cuatro días más tarde
celebró su primera Misa solemne en Pietrelcina. En los recordatorios
que se imprimieron para conmemorar esa fecha señalada escribió unas
palabras en las que expone claramente que su carisma sacerdotal era
ofrecerse como víctima para la salvación de las almas: “Jesús,
mi aliento y mi vida, te elevo en un misterio de amor; que contigo yo
sea para el mundo Camino, Verdad y Vida; y, para ti, sacerdote Santo y víctima
perfecta”.
El
22 de Enero de 1953, al celebrar sus cincuenta años de vida religiosa,
podrá decir que su vocación se ha cumplido: “Cincuenta
años de vida religiosa, cincuenta años fijos en la cruz, cincuenta años
de fuego devorador por Ti, Señor, y por tus rescatados. ¿Qué otra
cosa podía desear mi alma, sino llevarlos todos a Ti, y esperar con
paciencia que ese fuego devorador queme todas mis entrañas?”.
Fue
para Jesús ―como todas las almas víctimas― una
“Humanidad suplementaria”, en la que Cristo puede seguir sufriendo
para gloria del Padre y las necesidades de la Iglesia, con el fin último
de salvar almas. A este objetivo se encaminó la misión sacrificial del
padre Pío como alma víctima.
UN
ENEMIGO: EL DIABLO
¿De
qué hay que salvar a las almas?: de la esclavitud del pecado. ¿Quién
lo fomenta?: Satanás. Salvar almas equivale, por tanto a rescatarlas de
las garras del Diablo, que perpetuamente conspira contra el Reino de
Dios. De ahí la tremenda batalla que el Padre Pío libró durante toda
su vida contra el “Príncipe de este mundo”, batalla que constituyó
otro de los pilares fundamentales de su misión en este mundo.
A
finales de 1902, en los días que precedieron a su ingreso en el
noviciado de Morcone, el 6 de enero de 1903, el Padre Pío tuvo una visión
en la que se le reveló claramente que su misión corredentora iba a
implicar un combate permanente contra las fuerzas del mal que amenazan
la Iglesia, dirigidas por Satanás, el príncipe de este mundo.
Como
lo fue para Jesús, la verdadera lucha, el combate radical del Padre Pío
tuvo que sostenerlo no contra enemigos terrenales, sino contra el espíritu
del mal: Toda la vida de Padre Pío fue una lucha “cuerpo a cuerpo”
con Satanás. A veces, una lucha cruel, de la que salía con los huesos
prácticamente rotos.
¿Cómo
se vence al Diablo? La derrota de Satanás tuvo lugar en el Gólgota. Ésta
fue la final y más grande victoria de Cristo sobre el príncipe de las
tinieblas: «Mediante
su sacrificio en la cruz, el Señor Jesús nos libró del reino de las
tinieblas, y nos ha
trasladado al reino de su amado Hijo, en quien tenemos redención por su
sangre, el perdón de pecados»
(Col 1:13-14). Cristo
venció
sobre las tinieblas al clavar en la cruz todos los decretos que Satanás
tenía en contra de nosotros (Col 2:13-14).
Es
la sangre del Cordero, pues, quien derrota a los poderes de las
tinieblas, quien lava los pecados del mundo, quien salva a las almas
cubriéndolas con su misericordia: «Ahora ha venido la salvación,
el poder y el reino de nuestro Dios, y la autoridad de su Cristo; porque
ha sido lanzado fuera el acusador de nuestros hermanos, el que los
acusaba delante de nuestro Dios día y noche. Y ellos le han vencido por
medio de la sangre del Cordero y con el mensaje que ellos proclamaron;
no tuvieron miedo de perder la vida, sino que estuvieron dispuestos a
morir» (Apocalipsis, capítulo 12)
Es
la misma sangre que se ofrece sacrificialmente en la Eucaristía, la
misma sangre que derraman los santos en su entrega incondicional a
Cristo, la misma sangre que brotaba de las llagas del Padre Pío. Por
esa sangre hemos sido comprados y rescatados de la muerte. Y, como el
ataque de las fuerzas del Mal en nuestros días es
abrumador, hacía falta un mayor derramamiento de sangre... ¿Cuál
fue el resultado?: que el Padre Pío tuvo que llevar los estigmas
durante 50 año, tuvo que estar en el Gólgota crucificado con Cristo,
derramando la sangre de Cristo a través de sus estigmas, porque
es allí donde se combate a Satanás, donde se rescatan las almas;
porque el Calvario es el lugar de la victoria sobre las fuerzas del mal,
triunfo que nos redime de la oscuridad, del sufrimiento y del pecado. Como
dice Antonio Socci, «Fátima y el Padre Pío, juntos, son la gran
respuesta del cielo al horrible siglo del mal».
“CRUCIFICADO
SIN CRUZ”: LOS ESTIGMAS
Como
vemos, la misión victimaria de sufrimiento vicario del padre Pío era
de una importancia tan extraordinaria,
que le llevó indefectiblemente
a la experiencia mística de la estigmatización,
la experiencia cumbre
del sufrimiento vicario, pues busca asumir los sufrimientos que
Cristo experimentó durante su Pasión y Muerte, como medio de
testimoniarle su amor, de aliviarle en sus tribulaciones, y con el fin
último de colaborar en su obra redentora. No se pretende sufrir en
lugar de Él, sino compartir sus dolores.
Las
heridas de Cristo son la más pura y auténtica prueba de una misión
victimaria, pues asocian a quien las tiene a la víctima perfecta por
excelencia: el mismo Cristo. Los estigmas constituyen la manera más
sublime de vivir el sufrimiento vicario pues asocian al alma víctima
con la misma pasión de Jesús, la experiencia victimaria más completa
y reparadora, ya que tuvo como fruto la redención de la humanidad.
A
finales de agosto de 1910, a los pocos días de su ordenación
sacerdotal, empieza a sentir los primeros dolores en las manos y en los
pies. Aunque al principio eran
ocasionales, estos estigmas invisibles se
hicieron permanentes el 14 de septiembre de 1915, justo en la fecha de
la Exaltación de la Santa Cruz, y en el aniversario de la estigmatización
de San Francisco, que tuvo lugar el 14 de septiembre de 1224. El 20 de
septiembre de 1918 se hicieron sangrantes y continuos.
Éste
fue el centro de la espiritualidad y del ministerio del Padre Pío: la
participación total en los dolores físicos y espirituales de la Pasión
de Cristo. Por eso le fueron concedidos los estigmas.
Estuvo
como “un crucificado sin cruz”, participando en los padecimientos de
Cristo, durante cincuenta años exactos, ya que los estigmas le
desaparecieron el 20 de septiembre de 1968.
«Pero,
¿por qué recibió el Padre Pío los estigmas visibles, algo que hizo
de él una señal pública y que desencadenó un amplio movimiento de
conversión? Hay toda una historia que nos queda por contar. Porque esa
oferta propiciatoria de la víctima fue la semilla plantada en el
momento inicial del más colosal cataclismo espiritual de la historia
cristiana. Tendrá que ver con la Primera Guerra Mundial, la gran catástrofe
a partir de la que se desencadenó todo (las ideologías del mal, los
totalitarismos con sus genocidios, la Segunda Guerra Mundial, esas
persecuciones contra la Iglesia nunca vistas en la historia). Y tendrá
que ver con la gravísima crisis de la Iglesia, la apostasía de nuestro
tiempo, el apocalíptico derrumbe del sacerdocio».

El
cardenal Corrado Ursi decía que: «El Padre Pío recibió los
estigmas en su cuerpo, como Cristo, para destruir los pecados y los
sufrimientos del mundo contemporáneo».
A
su vez, los estigmas eran una señal para llamar la atención sobre las
virtudes heroicas del Padre Pío, para acreditar su santidad, invitando
a los creyentes y a los no creyentes que acudían al reclamo de sus
llagas a una verdadera conversión.
María
Winowska describe así este aspecto pragmático o acreditativo de las
llagas del Padre Pío: «Dios sabe muy bien que nosotros, los
mortales, estamos siempre ávidos y golosos de testimonios externos y de
signos visibles para creer. Al Padre Pío, destinado a ser pescador de
hombres, le va a ser muy necesario el reclamo, la propaganda [...] Los
carismas nos sirven a nosotros como reclamo para creer, para hacernos
caminar. Si los hombres, si muchedumbres inmensas se han llegado hasta
este lugar olvidado, tiene que haber una causa que convoque a este
lugar... y esta causa, este reclamo, son las llagas de manos, pies y
costado del Padre Pío».
LOS
PEREGRINOS
Desde
el fenómeno de la estigmatización comenzaron a acudir multitudes de
peregrinos a San Giovanni Rotondo, muchos de los cuales iban movidos
sobre todo por una vana curiosidad y una atracción por lo maravilloso,
más que con una sana intención de reforzar su fe. Sin embargo, la
excitación por lo prodigioso desembocaba frecuentemente en un verdadero
movimiento de conversión, hasta el punto de que muchos curiosos y escépticos,
que iban allí incluso a jactarse de que ni el santo fraile tenía nada
que hacer con ellos, acabaron de rodillas en el confesionario. Al cabo
de poco tiempo, el capuchino de los estigmas era mundialmente conocido.
Como
dijo P. Fidel González, Consultor de la Congregación para las Causas
de los Santos, “en él se verifica exactamente un cambio de marcha: no
fue el misionero’ ad gentes’ que se encaminó a evangelizar a los
pueblos, sino que una ‘clientela mundial’ iba a buscarlo con auténtica
avidez para ser evangelizada”.
Esta
«clientela mundial» (como llamaba Pablo VI a las multitudes que iban a
verle) acudía bajo el reclamo de la dirección de las almas, la confesión
y la Misa. Era una muchedumbre de peregrinos hambrientos y sedientos del
Dios vivo, que buscaban un pastor que les guiase, un camino seguro que
seguir, un modelo al que imitar... Buscaban, para decirlo con palabras
de Juan Pablo II, «la luz de la resurrección».
EL
HACEDOR DE MILAGROS
Cuando
conocí la figura del Padre Pío recordé las palabras de Nicodemo a
Cristo:
–Maestro,
sabemos que has venido de parte de Dios a enseñarnos, porque nadie
puede hacer los milagros que tú haces si Dios no está con él (Juan
3:2)
El
Padre Pío es el santo de los prodigios: sanaciones, visiones, profecías,
clarividencia, olores de santidad, bilocaciones, éxtasis, estigmas...
Fue protagonista de una lista inacabable de sucesos maravillosos, de
hechos extraordinarios sin parangón en la historia de la Iglesia.
Pero
los milagros no se regalan: El Padre Pío los compró con su
sufrimientos, y con la sangre que derramaba de sus estigmas. Los
prodigios innumerables que protagonizó y sigue protagonizando para
derramar la misericordia divina sobre las almas necesitadas, sobre los
cuerpos enfermos, los consiguió al precio de su sangre, de sus lágrimas,
y de los indecibles sufrimientos que padeció durante toda su vida.
Con
sus innumerables milagros, el
Padre Pío ha manifestado ante el mundo moderno, incrédulo ante las
cosas sobrenaturales, que todavía existen los milagros y que Dios no ha
abandonado a los hombres, sino que todavía sigue confiando en ellos,
pues todo
milagro quiere decir que Cristo sigue vivo, ya que es Él quien otorga
los dones místicos y los carismas sobrenaturales. Todo poder para
realizar milagros viene por delegación de Él, pues es Él quien
concedes esa potestad. «El que crea en mí, hará él también las
obras que yo hago, y hará mayores aún [...] y todo lo que pidáis en
mi nombre, yo lo haré» (Juan 14: 12-13).
«Para
la Teología Mística el milagro, además de ser una intervención
misericordiosa de Dios para satisfacer una necesidad humana, tiene la
función de indicarnos a las claras la predilección divina por aquellos
que se santificaron, que vivieron una existencia de entrega total a la
Voluntad de Dios. Cuando Dios marca a alguien con carismas
extraordinarios, los utiliza como “reclamo” para llamar la atención
del mundo sobre la vida de esa persona, deseando que la espectacularidad
de esos milagros dé a conocer valores y virtudes que podrían correr el
riesgo de no ser suficientemente conocidos.
De
los incontables milagros y hechos prodigiosos que protagonizó —y
sigue protagonizando— el Padre Pío, seleccionaremos unos cuantos, por
su espectacularidad, y porque han pasado a ser los más clásicos en sus
biografías.
Sanaciones

Gemma
di Giorgio era una niña que había nacido sin pupilas, por lo cual no
podía ver. La niña veía en el silencio y las tinieblas, junto a sus
inconsolables padres y bajo la vigilancia bondadosa de su abuela, a la
que amaba con predilección; ésta es la única que seguía rezando y
esperando con una fe única. La ciencia se había declarado impotente
para devolverle la vista, pues era imposible que unos ojos sin pupilas
pudieran ver.
Cuando
la niña tenía siete años, su abuela, con el corazón oprimido, lleva
a la niña a San Giovanni. Ambas oyen allí la Misa del alba. En el
silencio de los corazones que palpitan, al final de la Misa, de pronto
una voz suave llama a la niña: “Gemma ven acá”. La niña ciega,
sumergida e invisible entre la muchedumbre, tiembla y suspira, pero la
mano firme y segura de su abuela la lleva hasta el Padre Pío. Un millar
de personas contempla la escena y envidian a Gemma, que es la primera en
acercarse al Santo.
--Tú
tienes que hacer la primera comunión, ¿no es verdad?
--Sí,
Padre --murmura
la niña.

Entonces,
sin perder un instante, la confiesa y le toca suavemente los párpados.
La niña se arrodilla ante el purgatorio, bajo la mirada de su abuela
impresionada. Unos instantes después, ésta le pregunta:
--¿Pediste
alguna gracia, mi querida?
--No,
abuelita, no me acordé.
--¡Oh,
Padre! --suspiró
la abuela--.
¡Hemos venido de tan lejos!
El
sacerdote vuelve a dirigir bondadosas palabras a la niña y la acaricia.
--Que
la Virgen te bendiga, Gemma; pórtate siempre muy bien.
Entonces
la niña, como saliendo de una prolongada letargia, se siente inundada
de una vida nueva: se le ilumina la carita, sus ojos muertos se mueven,
captan la luz. Gemma ya no es ciega. Lanza un grito de emoción. Ve, ve
al Padre Pío, ve a su querida abuelita; ve la hermosa estatua de la
Virgen rodeada de flores. La niña sin pupilas “que jamás podría
ver”, sigue sin pupilas, pero ve».

Wanda
Poltawska era colaboradora habitual de Monseñor Wojtyla, y le fue
detectado un grave cáncer de garganta. El futuro Papa, que había
visitado al capuchino en 1947, le escribió una carta pidiendo sus
oraciones para su amiga.
La
víspera de la operación desesperada a la que iba a ser sometida, Wanda
se encontró completamente curada, ante el absoluto estupor de los médicos
que la atendían. Diez días después, Karol escribió al Padre Pío:
“La mujer encontró de repente la salud, antes de la operación quirúrgica.
Os doy las gracias, Venerable Padre, en nombre de esa mujer, de su
marido y de toda su familia.”
Consiglia
De Martino, de 52 años, casada, ama de casa, madre de tres hijos, el 31
de octubre de 1995 comenzó a sentir un fuerte dolor en el pecho, al
igual que en su estómago. Sintió que le faltaba el aire, como si se
ahogase; el cuello se le hinchó y, a la altura de la clavícula
izquierda, se le formó un gran bulto, del tamaño de una naranja. Además
tenía escalofríos. En el hospital le diagnosticaron una rotura traumática
del canal torácico con la consiguiente expansión del líquido linfático.
Había que operar para cerrar la perforación, pues en caso contrario
Consiglia moriría. La operación se fijó para el 2 de noviembre.
Por
la noche, Consiglia rezó mucho al Padre Pío, del que era muy devota.
De pronto sintió un perfume muy fuerte y pensó: el Padre Pío está
cerca de mí y me protegerá durante la operación. Se durmió y soñó
con él, que le decía: «No te preocupes, te opero yo», y le puso la
mano estigmatizada sobre el corazón. Cuando por la mañana Consiglia se
despertó, estaba completamente curada. Los médicos, en lugar de
operarla, constataron que la rotura del canal torácico había
desaparecido, como si no hubiera existido nunca». Ese mismo día, antes
de que Consiglia se durmiera, después de salir del hospital dejando
ingresada a Consiglia, un devoto del Padre Pío, su familia y un miembro
de uno de los grupos de oración del Padre Pío se acordaron del Padre.
Ella cogió su teléfono móvil y llamó a Fra Modestino Fucci en San
Giovanni Rotondo para solicitarle que dijera oraciones al Padre Pio en
su nombre. También su marido y su hija hicieron lo mismo y llamaron a
Fra Modestino Éste rezó ante la tumba del Padre Pío por su recuperación.
Padre Pío le había prometido escucharle hasta en su muerte por el
tiempo que habían pasado juntos en
el monasterio.
El
30 de abril de 1998, dos expertos de oficio y un consultor médico,
después de haber estudiado durante un tiempo que la documentación
sobre el caso, proclamaron por unanimidad que la sanación de Consiglia
era «extraordinaria e inexplicable científicamente», lo cual sirvió
para la beatificación del Padre Pío el día 2 de mayo de 1999.
El
20 diciembre de 2001 se divulgó en la Ciudad del Vaticano un milagro
atribuido al Padre Pío, que constituyó la prueba decisiva para su
canonización por Juan Pablo II el 16 junio de 2002. Se trataba de la
curación inexplicable de un niño de siete años.
En
la noche del 20 de junio de 2000, Matteo Pio Colella, hijo de un médico
que trabajaba en el hospital que fundó el mismo fraile capuchino, la Casa
de Alivio del Sufrimiento (Casa
Sollievo della Soferenza), fue internado urgentemente en la unidad
de cuidados intensivos del hospital, a causa de una meningitis
fulminante.
Al
día siguiente, por la mañana, los médicos habían perdido toda
esperanza de vida para el pequeño. Ulteriores intervenciones fueron
consideradas por el equipo médico como un ensañamiento, pues nueve órganos
vitales habían dejado de dar señales de vida.
En
la noche de ese día, durante una vigilia de oración en la que
participaron la madre de Matteo y algunos frailes capuchinos del
convento en el que vivió el Padre Pio, las condiciones del niño
mejoraron repentinamente, provocando una inusitada sorpresa en los médicos,
que habían perdido toda esperanza.
Al
despertar del coma, Matteo reveló que había visto a un anciano con la
barba blanca y el vestido largo y marrón, que le decía: «No te
preocupes, te curarás pronto».
Bilocaciones
Después
de las sanaciones, el milagro más típico del Padre Pío eran las
bilocaciones.
Bilocación
significa la facultar de estar en dos lugares al mismo tiempo, lo cual
implica un desdoblamiento de la personalidad.
Las
bilocaciones nunca sucedían por propia voluntad del Padre Pío: ocurrían
porque había una situación de necesidad, generalmente relacionada con
un alma que salvar, o un cuerpo que sanar.
En
el convento de San Elías de Pennisi, Fray Pío experimentó por primera
vez el fenómeno de la bilocación. La noche del 18 de enero de 1905,
mientras se encontraba en el coro, recogido en profunda oración, se
sintió trasladado a una casa señorial de la ciudad de Udine, donde
estaba muriéndose un hombre y naciendo una niña.
«Hace
días me pasó algo insospechado: mientras me encontraba en el coro me
hallé de repente en una casa señorial donde moría un papá mientras
nacía una niña. Se me apareció entonces la Santísima Virgen que me
dijo: Te confío esta criatura, es una piedra preciosa en su estado
bruto. Trabájala, límpiala, hazla lo más brillante posible, porque un
día quiero usarla para adornarme… Le contesté a la Virgen:
—¿Cómo
puede ser posible eso, si yo soy todavía un estudiante y no sé si un día
podré tener la suerte y la alegría de ser sacerdote? Y aunque llegue a
ser sacerdote, ¿cómo podré ocuparme de esta niña, viviendo yo tan
lejos de aquí?
La
Virgen me respondió: No dudes. Será ella quien irá a buscarte, pero
antes la encontrarás en la Basílica de San Pedro en Roma. Después de
esto… me encontré otra vez en el coro».
El
resto de la historia es igualmente sorprendente. La criatura que nacía
en esa visión fue Giovanna Rizzani. Un buen día de 1922, ella recibió
el consejo, de un confesor en San Pedro de Roma, de ir a San Giovanni
Rotondo. Allí se encaminó. Se sorprendió al reconocer en el padre Pío
al capuchino que la había confesado en San Pedro. Más sorpresa se llevó
todavía cuando el padre le contó que había asistido a su nacimiento
en Udine, dándole toda clase de detalles. La niña Giovanna Rizzani
fue, de mayor, la madre Giovanna Francesca del Espíritu Santo,
fundadora de las Misioneras Franciscanas del Verbo Encarnado.
Otro
de sus casos de bilocación más conocidos es el siguiente:
«Diversos
pilotos de la aviación angloamericana de varias nacionalidades
(ingleses, americanos, polacos, canadienses, etc.) y de diversas
religiones (católicos, ortodoxos, musulmanes, protestantes, judíos),
que durante la segunda guerra mundial, después del 8 de setiembre de
1943, se encontraban en la zona de Bari para cumplir misiones en
territorio italiano, fueron testigos de un hecho maravilloso. Cada vez
que en el cumplimiento de sus misiones militares se acercaban a la zona
de Gárgano, cerca de san Giovanni Rotondo, veían en el cielo a un
fraile que con los brazos extendidos les prohibía tirar allí las
bombas. Foggia y casi todos los centros de la región de la Puglia
sufrieron repetidos bombardeos, pero sobre san Giovanni Rotondo no cayó
ni una bomba. De este hecho fue testigo directo el general de la fuerza
aérea italiana, Bernardo Rosini, que entonces formaba parte del Comando
de unidad aérea, cooperando en Bari con las fuerzas aliadas.
El
general Rosini me contó que entre ellos hablaban de ese fraile que se
aparecía en el cielo y que hacía que sus aviones volvieran atrás.
Todos los que lo oían se reían incrédulos; pero, como el episodio se
repetía y con pilotos diversos, intervino el comandante general en
persona. Tomó el comando de una escuadrilla de bombarderos para
destruir un depósito de material bélico alemán que estaba
precisamente en san Giovanni Rotondo. Todos estábamos curiosos de
conocer el resultado de aquella misión. Cuando la cuadrilla regresó,
todos fuimos de inmediato a pedir información.
El
general americano estaba desconcertado. Contó que, apenas llegaron
cerca del pueblo, él y sus pilotos vieron surgir en el cielo la figura
del fraile con las manos levantadas. Las bombas se soltaron solas,
cayendo en los bosques, y los aviones dieron vuelta atrás sin ninguna
intervención de los pilotos. Todos se preguntaban quién era aquel
fantasma a quien los aviones le obedecían misteriosamente. Alguien le
dijo al general que en san Giovanni Rotondo había un fraile con las
llagas, considerado un santo, y que quizás podía ser él. El general,
incrédulo, dijo que apenas fuera posible iría a comprobarlo.
Después
de la guerra, el general, acompañado de algunos pilotos, se acercó al
convento de los capuchinos. Apenas entró en la sacristía, se encontró
con varios religiosos, entre los que reconoció de inmediato a quien habían
obedecido los aviones. El Padre Pío se le acercó y, poniéndole la
mano en la espalda, le dijo: “¡Así que eres tú quien nos quería
matar a todos!”. El general se arrodilló delante de él. El Padre había
hablado como de costumbre en dialecto de Benevento, pero el general
estaba convencido de que había hablado en inglés. Los dos se hicieron
amigos y el general, que era protestante, se convirtió, haciéndose católico».
También
el Padre Pío contó en su titánica empresa como alma víctima con la
colaboración de algunas personas, la mayoría hijas espirituales de él,
que se asociaron libremente en su obra reparadora y expiatoria.
De entre ellas destaca con luz propia
Cristina Montella, que contaba sólo 14 años de edad cuando se le
apareció en bilocación el Padre Pío, y que desde ese momento tuvo una
especial relación con él. El capuchino la tomó bajo su protección y
la hizo su hija espiritual, llamándola la «Niña», apodo cariñoso
que empleó con ella durante toda su vida.
Cristina
recibió los estigmas en la fiesta de la exaltación de la Cruz
―14 de septiembre― de 1935. Primero fueron visibles, pero ella
pidió que se le retiraran, lo cual le fue concedido, aunque siempre
sufrirá los dolores de los estigmas invisibles. Falleció en 1992.
Habiendo
profesado como monja bajo el nombre de Rita, cada noche revivía durante
tres horas con el Padre Pío, presente en su celda por bilocación, los
sufrimientos del Señor en lo que ella llamaba «la obra santa para los
sacerdotes». Según confesaba ella misma, ella y el Padre Pío «se
mantenían ambos de rodillas con los brazos extendidos, aunque
sostenidos por dos ángeles, mientras un círculo de espíritus celestes
formaban una orante corona en torno a las dos víctimas inmoladas para
la reparación de los pecados del mundo contemporáneo». En su libro El
secreto del Padre Pío, Antonio Socci sostiene que sor Rita estuvo
presente mediante bilocación en la plaza de San Pedro el 13 mayo de
1981, cuando Alí Agca intentó acabar con la vida Juan Pablo II. Según
sus palabras textuales, «junto a la Virgen, desvié el disparo del
agresor del Papa».
Cristina
Montella y El Padre Pío se bilocaban conjuntamente para realizar
misiones de manera mancomunada. De esta manera, salvaron a muchos
soldados durante la Segunda Guerra Mundial.
Una de sus misiones más conocidas fue la siguiente:
József
Mindszenty, Cardenal, Arzobispo de Esztergom, Hungría, fue encarcelado
por los comunistas en diciembre de 1948 y condenado a cadena perpetua al
año siguiente. Fue acusado falsamente de conspirar contra el gobierno y
pasó ocho años en la cárcel y bajo arresto domiciliario hasta que fue
liberado durante la insurrección popular de 1956.
Tras
ser liberado por la Revolución Húngara de 1956, Mindszenty emitió un
valiente discurso en el que abogaba por las elecciones libres, la
libertad religiosa y la propiedad privada. Unas horas después de su
discurso las tropas rusas entraron en Budapest y aplastaron la revolución.
El Primado tuvo que buscar asilo en la Embajada de los Estados Unidos,
donde permaneció auto-exiliado durante 15 años, a pesar de las
protestas del gobierno húngaro y de las súplicas del Papa para que
aceptara un puesto en la Curia Romana.
Durante
el tiempo que estuvo en la cárcel, el Padre Pío se bilocaba para
llevarle al cardenal los implementos que necesitaba para dar Misa,
durante la cual le hacía incluso de acólito. En esas bilocaciones era
frecuentemente acompañado por sor Cristina Montella.
Durante
la Segunda Guerra Mundial la Hermana Rita a menudo visitaba a soldados
en peligro, junto con el Padre Pío. Sus visitas eran “en vuelo” (en
bilocación). Uno de los asistidos fue Alfonso Montella, el hermano de
la hermana Rita que fue hecho prisionero en Grecia.
En
una ciudad del centro de Italia, una joven profesora, ex secretaria de
una sociedad
fascista, fue acusada de haber procurado armas y bombas a los fascistas
para provocar una explosión que mató a militares y civiles. Pero la
joven era inocente. Cuando fueron a arrestarla, logró llevar consigo su
rosario y una fotografía del Padre Pío.
Primero
la llevaron al lugar de su supuesto crimen, y luego a aquel en que debía
ser fusilada. Mientras tanto, algunos soldados fueron a su casa, so
pretexto de buscar armas, cuando su verdadera intención era robar. De
pronto, se escuchó una orden terminante: “¡Basta ya!”, que hizo
huir a los soldados, abandonando su botín.
La
hermana de la víctima, acurrucada en un rincón, presenció la escena y
creyó reconocer el timbre de la voz del santo Capuchino.
En
el lugar de la ejecución, la orden de hacer fuego fue interrumpida por
la llegada repentina de una interminable columna de vehículos
blindados, caballerías, ambulancias y tropas de infantería. El
Comandante del piquete de ejecución permanecía de pie en su coche,
como hipnotizado.
La
joven miraba sin aliento, loca de angustia: cuando pasara el último
soldado, sonaría su última hora. Se puso a rezar al Padre Pío, para
que le alcanzara de Dios el valor y resignación necesario.
Entonces,
un señor se acercó a ella y le preguntó qué se había decidido.
--No
sé nada ¾contestó
la muchacha¾,
y no entiendo nada. Todos los soldados del piquete se han ido, y no
queda nadie más que el Comandante, que está inmóvil y como
petrificado.
--En
tal caso, considérese libre y venga conmigo.
El
desconocido la llevó a su casa en su coche. Una vez allí, vio que un
grupo de vecinos rodeaban a su hermana.
Ambas
mujeres se abrazaron; luego, la condenada a muerte, tomando una foto del
Padre Pío colgada en la pared, la besó y la estrechó contra su corazón.
Al mismo tiempo, sintió que una mano le acariciaba la mejilla con
suavidad.
Unos
meses más tarde, pudo al fin expresarle su agradecimiento:
--Padre
--le dijo--,
no me bastaría todo la vida para darle las gracias.
--Hija
mía --contestó
el Padre--, es
inaudito lo que tu fe ha podido hacerme correr.
Durante
la Primera Guerra Mundial, después de una sangrienta derrota italiana,
el general Luis Cardona, comandante en jefe de los ejércitos de Italia,
estaba decidido a suicidarse cuando, repentinamente, vio entrar en su
estancia a un religioso capuchino que se puso a hablarle y le convenció
de que no lo hiciera. Interrogados, los guardias dijeron que no habían
visto entrar a nadie.
Mucho
tiempo después, al ver una foto del Padre Pío, el general reconoció
al capuchino. Cuando sucedió aquella milagrosa bilocación, el fraile
estaba en una cama del hospital militar de Nápoles.
Clarividencia
En
1947, mientras Karol Wojtyla, por entonces un sacerdote polaco de quien
nadie podía imaginar siquiera que llegaría al papado, estudiaba teología
en Roma peregrinó a San Giovanni Rotondo para visitar al Padre Pío.
Mientras se confesaba con él, pareció entrar en un breve trance y le
dijo: “Vas a ser Papa.” A
renglón seguido, añadió:
“También veo sangre... Vas a ser Papa y veo sangre.” El mismo
mensaje de la Virgen en Fátima que tanto impresionó al mundo. Hubo, en
efecto, sangre en las vestiduras de Juan Pablo II cuando le dispararon a
quemarropa en 1981. Juan Pablo II beatificó al P. Pío en 1999, y le
canonizó en el año 2002.
Una
madre de cinco hijos vino desde Bolonia con un grupo de peregrinos a ver
al Padre Pío, y le pidió que quisiera aceptarla como hija espiritual.
Él consintió, pero, dada la larga distancia y la carestía del viaje,
pasaron cinco años antes de que pudiera volver a San Giovanni, Sin
embargo, no pasó un solo día sin que, de lejos, recomendara sus hijos
al Santo Capuchino.
En
su segunda visita a San Giovanni, después de haberse confesado, dijo:
'Padre, le ruego que proteja y bendiga a mis hijos'. Éste le respondió:
“Pero, ¿cuántas veces me va a repetir la misma cosa?”
--Pero,
Padre, si es la primera vez que se lo pido
--dijo
sorprendida la madre.
--Nada
de eso, usted me lo ha pedido todos los días durante estos cinco años.
Dos
hermanas habían logrado a duras penas que su padre les permitiera ir a
ver al Padre Pío, pero le habían prometido formalmente no besarle el
guante, ese guante besado por tantos labios, por temor al contagio. Las
jóvenes lo prometieron; pero cuando vieron entrar al capuchino en la
iglesia, y a la gente apiñarse en torno a él, no pudieron resistir la
tentación. Entonces él las miró sonriendo, y les dijo:
—¿Han
olvidado su promesa?
Olor
de santidad
El
olor de santidad —no sólo en sentido figurado— es cosa familiar en
los Siervos de Dios. En el caso del Padre Pío, esos efluvios emanaban
directamente de sus estigmas, y que ni la distancia ni el espacio eran
factores que impedían percibirlo, pues aparecían incluso ligados al
prodigio de la bilocación: cuando se percibía su olor a santidad en
Bolonia, Florencia, Londres y Montevideo, eso significaba que el P. Pío
se había transportado a esos lugares en espíritu.
Una
noche de verano, en el quinto piso de un edificio situado en el centro
de Génova, un grupo de señoras hablaban del Padre Pío. De pronto, dos
de ellas sintieron un efluvio con un característico perfume a violetas,
mientras que las otras no sintieron nada. Pero, un poco más tarde, una
tercera señora, al entrar en la sala, tuvo la impresión de entrar en
un campo de violetas.
Muchas
veces son una advertencia y una llamada a la conversión y, las más de
las veces, un consuelo para las almas que sufren. En otras ocasiones es
una simple advertencia, como le ocurrió a una pobre lavandera que recogía
castañas en una montaña, cuando un penetrante olor a violetas la hizo
mirar hacia atrás, y vio un precipicio al que estuvo a punto de caer.
LA
CONFESIÓN: EL ABRAZO DE CRISTO
Alguien
le preguntó un día:
--Padre,
¿cuál es verdaderamente su misión, la misión que Cristo le ha
encomendado?
--¿Yo?
Yo soy confesor.
En
cierta ocasión, Pío XII preguntó a Mons. Cesarano, arzobispo de
Manfredonia, que solía visitar al Padre Pío: «¡Bueno! ¿Y qué hace
el Padre Pío!»
«¡Santidad!
--le
respondió el señor arzobispo--,
¡el Padre Pío quita los pecados del mundo!»
Realmente,
todos los portentosos dones que Dios le regaló no tenían otra función
que atraer a las multitudes al confesionario para, una vez allí,
arrodillados ante un santo revestido de la misericordia divina,
experimentar conversiones fulminantes, que llenaron de pasmo a quienes
las presenciaron. Atraía con el reclamo de los estigmas increíbles,
encandilaba espiritualmente con una Misa sobrecogedora por su
intensidad, sanaba los cuerpos enfermos... y, como final, esperaba a los
pecadores en el confesonario para reconciliarlos con Dios, para traerlos
de vuelta a la Madre Iglesia, al Cuerpo Místico de Cristo,
operando sorprendentes metamorfosis incluso en las almas más desviadas
de la Iglesia: comunistas, ateos, masones, curiosos, anticlericales,
grandes pecadores... todos sucumbieron ante el gigantesco poder
persuasivo del Padre Pío. «Es uno de esos hombres extraordinarios que
Dios envía a la tierra de vez en cuando para la conversión de los
hombres», dijo Monseñor Damiani, obispo de la diócesis de Salto,
Uruguay, al Papa Benedicto XV después de conocer personalmente al Padre
Pío.
La
misión del Padre Pío en esta tierra fue la de despertar en las
conciencias el sentido del pecado y, a través de la Misa y del
sacramento de la confesión, llevar a los hombres a la conversión
La
confesión era la auténtica vocación del Padre Pío, pues a través de
ella abrazaba a todas las almas posibles, transmitiéndoles el amor
incondicional de Dios y de su Hijo, para ayudar a levantarlas, para
vencer las caídas y la desesperanza. A través del sacramento de la
misericordia expresaba su más íntima vocación, que a su vez debe ser
la de todo sacerdote: convertir a los pecadores, salvar las almas.
El
confesionario fue el lugar por excelencia en el que el Padre Pío realizó
sus milagros más sorprendentes, pues no de otro modo se pueden
calificar las asombrosas conversiones que obró en ese reducido
escenario, conversiones prodigiosas e inexplicables, fuera de toda lógica,
imposibles de entender si la gracia de Dios no se hubiera volcado
generosamente a través de las manos estigmatizadas del Padre Pío. Como
decía san Pablo: «Cada conversión es un hecho sobrenatural debido a
la gracia de Jesús».
Al
ser tantas las personas que esperaban para la confesión, desde enero de
1950 todas las penitentes deben conseguir un número de orden para
evitar confusiones. En 1952 hubo que adoptar el mismo sistema también
para los hombres. Era tal la avalancha de penitentes, que la espera podía
llevar desde varias horas hasta varios días.
Se
calcula que, en 50 años, se arrodillaron a sus pies millón y medio de
penitentes. Todos salían de allí convertidos, y al que no iba de buena
fe lo descubría. Durante el año 1967, cuando ya era octogenario, llegó
a confesar cerca de 70 personas al día.
El
Padre Pío usó con mucha frecuencia su don de clarividencia para
penetrar las conciencias de los penitentes que acudían a su
confesionario, hasta el punto de que muchas veces era él mismo quien
enumeraba los pecados de quien se confesaba con él. Si al penitente se
le olvidaba mencionar alguno, el Padre Pío se lo recordaba enseguida.

La
lista de sus conversiones, al igual que la de sus milagros, es
asombrosa.
Un
día llegó a San Giovanni Rotondo Luisa Vairo, una señora muy rica,
movida por pura curiosidad y un poco para desafiar la opinión pública.
Al llegar a la Iglesia donde confesaba el P. Pío, sintió una gran
angustia por sus pecados, y estalló en lágrimas, sin preocuparse de
los presentes. Nadie pudo consolarla. Se le avisó al P. Pío,
quien se le acercó, diciéndole:
--Tranquilícese,
hija. La misericordia de Dios no tiene límites y la sangre de Jesús
lava todos los pecados del mundo.
--Quiero
confesarme, Padre —dijo la señora, que una hora antes se hubiera
burlado de una propuesta así.
--Primero
cálmese —le contestó el Padre—.
Vuelva mañana.
La
señora pasó la noche trayendo a la mente todos los pecados de su vida.
¡No se confesaba desde su infancia! Al día siguiente, delante del
Padre Pío, no pudo decir una sola palabra. Sentía un nudo en la
garganta que le impedía confesarse. Viéndola así, el P. Pío le
presentó la lista de todos sus pecados, a los cuales contestaba
simplemente con un “sí.” Cuando pareció terminar, el Padre le
preguntó:
--No
te acuerdas de más?
La
señora se sintió profundamente turbada, y calló. El Padre Pío la miró
y esperó la respuesta. Finalmente contestó:
--Me
acuso también de esto... —Y confesó el más grande de sus pecados.
--¡Bendito
sea Dios! —exclamó alegremente el P. Pío— ¡Era esto lo que yo
esperaba!
LA
SANTA MISA: SUBIDA AL MONTE CALVARIO
¿Dónde
se derrama día a día la sangre del Cordero? ¿En qué lugar se ofrece
al Padre por la remisión de los pecados? ¿Bajo qué rito fluye esa
sangre poderosa que quita los pecados del mundo y disipa las tinieblas
que nos acechan?: en la Eucaristía, actualización del sacrificio
redentor del Calvario. Por eso, el Padre Pío hará de la Santa Misa el centro de su
ministerio, el eje de su vida... en ese Calvario es en donde se ofrendará
como víctima, donde derramará sobre todos los creyentes aquella sangre
sanadora, protectora y liberadora que fluía de sus estigmas.
El
cardenal Siri, ferviente seguidor del Padre Pío, y uno de los
pocos jerarcas de la Iglesia que meditó seriamente en la trascendencia
del capuchino estigmatizado, explicaba con estas emocionantes palabras
la enorme y misteriosa importancia salvífica de la celebración eucarística:
«Mientras
se celebra la santa Misa todo el mundo recibe algo de esa celebración.
Incluso la más humilde de las celebraciones eucarísticas en el más
apartado pueblecito de la cristiandad, ante unas cuantas humildes
mujeres, acarrea a la humanidad beneficios que ninguna gran iniciativa
humana, ni conferencia, ni manifestación, ni acción política o social
pueda acarrear. Ninguna revolución humana, ninguna diplomacia ni
gobierno, partido o fuerza terrena puede hacer por la paz y el bien de
los hombres como lo hace la Misa celebrada en la más apartada parroquia
de la cristiandad».
«Los
católicos parecen haber olvidado que no hay nada, absolutamente nada,
que pueda ser equiparable a la Misa en cuanto a fuerza y eficacia de
salvación y cambio de la historia. Efectivamente, desde que la fe en
ella ha disminuido, se ha multiplicado el afanoso atarearse, el hablar,
el hablar de más por parte de los cristianos, acaso arrastrados aquí y
allá por una ráfaga cualquiera de la doctrina.
Los
católicos se han hecho la ilusión de que la redención de la
humanidad, o aunque no fuera más que un cambio del mundo, podría ser
llevada a cabo por el hombre mediante su compromiso de cristianos, o
mediante el compromiso de los hombres a favor de los últimos, de los
penúltimos, de la justicia, del bien.
Si
el mundo, inmerso en el Mal y en la más feroz violencia, no ha sido aún
reducido a cenizas, ha sido sólo gracias a la santa Misa. Por eso nos
da a entender el Padre Pío que no hay desastre, guerra o catástrofe
que sea un mal mayor que la desaparición de la Misa: “El mundo podría
quedarse incluso sin sol, pero no sin la santa Misa"».

Sin
embargo, En
el Siglo XX, dentro de la propia Iglesia, una sombra terrible ha caído
sobre la santa liturgia, y tal vez fuera que, para iluminar a los
cristianos, el Cielo quiso conceder a nuestros tiempos el primer
sacerdote estigmatizado de la historia cristiana, un sacerdote que revivía
en sus propias carnes el misterio del Calvario durante la santa Misa».
Justamente
para recordar esa esencial verdad --que
celebrar la Misa es volver a subir al Gólgota y unirse allí a Cristo
crucificado, ofreciéndose como víctima propiciatoria--, para
transmitir ese mensaje de que al celebrar la Misa renovamos la Pasión
redentora de Cristo, es para lo que
vino el Padre Pío en nuestros tiempos, pues él encarnó como
nadie esa importantísima función del sacerdote, el cual, al
oficiar la Misa y su misterio, es un canal de comunicación entre Dios y
los hombres; el sacerdote es, pues, «otro Cristo» (alther
Christus) o como dicen algunos «el mismo Cristo» (ipso
Christo).
«El
Padre Pío no celebró congresos, ni pronunció discursos, no promovió
concentraciones, manifestaciones, documentos, proyectos pastorales...
Para cambiar el mundo, para salvar a la humanidad, celebró la santa
Misa. Es éste el único acontecimiento que cambia el mundo: el
Calvario, con el que Dios ha derrotado todo el Mal de los hombres y del
Maligno».
El
altar fue el Calvario personal del Padre Pío, donde vivió el misterio
de la muerte y resurrección de Jesús. Por lo tanto, para entenderle se
debe entrar en el misterio de su Misa. El Cardenal Ursi escribió que «el
Padre Pío vivió en su propia vida la Pasión de Jesús. Expresó esto
en su Misa, que renovaba los corazones, las familias, y la sociedad. Éste
es el secreto, el misterio del Padre Pío».
Si
la celebración eucarística es la renovación incruenta del sacrificio
redentor de Cristo en la cruz, el Padre Pío, “crucificado sin cruz”
durante cincuenta años, encarnó durante toda su vida esa actualización
de la Pasión del Señor en el sacrificio de la Misa, de la cual hizo el
eje de su ministerio sacerdotal, pues su asombrosa manera de celebrarla
movía a la confesión y a la conversión. Pablo VI dijo que “una
misa del Padre Pío vale más que toda una misión”.
Celebraba
como mediador entre Dios y los fieles, pero también oficiaba ofreciéndose
a sí mismo como Hostia. Un obispo que asistió a su misa confesó después
con asombro que sobre el altar había visto a dos víctimas: el Padre Pío
se ofrecía a sí mismo como víctima, igual que Cristo, para expiar los
pecados de los hombres.

El
altar era como una hoguera sobre la cual la santa víctima se consumía
en un éxtasis de amor doloroso. Cleonice Morcaldi, una de sus primeras
hijas espirituales, testimoniaba que el padre Pío le dijo que en cierta
ocasión: "¡Oh, qué hermoso es estar sobre la hoguera y arder!
Pero del altar no desearía bajar jamás”.
«Subía
al altar como si subiera al mismo monte Calvario, para participar allí,
de forma presente y viva, en los misterios sangrientos de Cristo y
recoger los tesoros de la Redención, a fin de repartirlos entre los
humanos».
Cierta
vez que le preguntaron qué significaba la Misa para él, respondió: «Es
una sagrada participación en la Pasión de Jesús. Todo lo que el Señor
sufrió en su Pasión, yo lo sufro, todo lo que es posible para un ser
humano. Y eso no es por mérito mío, sino totalmente por causa de su
bondad.
Si
los hombres solamente apreciaran el valor de una santa Misa se necesitarían
policías de tráfico a las puertas de las iglesias cada día para
mantener las multitudes en orden.
Cuando
vayas a Misa concéntrate al máximo en el tremendo misterio que se está
celebrando en tu presencia: la redención de tu alma y la reconciliación
con Dios. Asistan a la Misa como asistieron la Santísima Virgen, las
piadosas mujeres y san Juan.
La
Misa es Cristo en el Calvario, con María y Juan a los pies de la
Cruz, y los ángeles en permanente adoración... ¡Lloremos de amor y de
adoración en esta contemplación! ¿No
es cada Misa una invitación que Cristo hace a sus miembros para hacerse
con su parte en la Pasión redentora? La Misa debe ser para nosotros una
ocasión de transubstancializar nuestros dolores que, incorporados a
Cristo, adquieren valor de eternidad. La
Misa es lo más grande del mundo, cada día salva al mundo de la perdición».
Para
él, la eucaristía era una actualización del sacrificio redentor de la
Cruz, y por eso era capaz de proporcionarnos abundantes frutos de
salvación, a condición de que la vivamos con fe.
“Cada
misa, escuchada con devoción, produce en nuestras almas efectos
maravillosos, abundantes gracias espirituales y materiales que no
podemos ni imaginar. Es más fácil que la tierra exista sin sol, que
sin el santo sacrificio de la misa. Si nos sobreviene alguna languidez
de espíritu, corramos a los pies de Jesús en el Sacramento, pongámonos
entre los celestes perfumes y seremos, indudablemente, revigorizados.
La
santa misa es como un vale que nos ha dejado Cristo, y con el cual nos
presentamos al Padre para alcanzar del tesoro de los frutos de la cruz y
cuanto necesitamos para nuestra salvación. En la Santa Misa Cristo
acoge nuestras súplicas, las rectifica y mejora según su sabiduría y
luego, personalmente, las presenta al Padre, refiriéndose al sacrificio
infinito ofrecido en la cruz”.

Consideraba
a la eucaristía el alimento y el sostén de la vida cristiana, animando
a tener verdadera hambre y sed de la presencia de Jesús sacramentado,
especialmente en los momentos de crisis.
“Lo
que más me hiere es el pensamiento de Jesús sacramentado. El corazón
se siente como atraído por una fuerza superior. Tengo tal hambre y sed
antes de recibirlo, que poco me falta para morir de preocupación.
Me
pregunto cómo es posible que haya almas que no sientan quemar en su
pecho el fuego divino, especialmente cuando se encuentran delante de Él
en el Santísimo Sacramento. Si las almas no se acercan con frecuencia
al fuego eucarístico, permanecen frías, sin aliento, tibias, sin méritos.
Y ¿qué consuelo puede recibir Jesús de esas almas que no tienen la
fuerza de volar sobre todo lo creado? ¡Oh, si las almas conociesen bien
y apreciasen el gran don de Dios que se quedó viviente en la tierra, cómo
vivirían la vida de otro modo!”.
VARÓN
DE DOLORES
El
padre Pío no solamente vivió su vocación de alma víctima a través
de los estigmas, ya que el sufrimiento continuo que experimentó durante
toda su vida le convirtieron en un auténtico varón de dolores:
Ya
desde sus primeros tiempos de sacerdote el padre Pío tenía plena
conciencia de que su vida iba a estar marcada por el sufrimiento, cuando
afirmaba: “El Señor me hace ver, como en un espejo, que mi vida
futura no será más que un martirio”.
A
los sufrimientos corporales que le causaban las continuas enfermedades
que arrastraba desde la infancia se añadirán las agotadoras jornadas
en el confesionario ―donde llegó a permanecer hasta 16
horas―, que debilitaban un cuerpo ya de por sí martirizado por
los estigmas, que le causaban un sufrimiento continuo, además de una
continua pérdida de sangre ―más de un vaso diario. Cuando le
preguntaban si le dolían las llagas, decía: «¿Qué te crees, que están
aquí de adorno?»
Apenas
comía, habiendo temporadas en las que se alimentaba únicamente de la
sagrada forma, y dormía muy poco. Un médico llegó a afirmar que para
la medicina el padre Pío estaba muerto biológicamente, pues no era
posible que se mantuviera con vida con el régimen de vida que llevaba.
A
todo esto hay que añadir los devastadores efectos de las dos
persecuciones que sufrió por parte de las autoridades de la Iglesia: la
primera sucedió entre los años 1923 y 1933, y la segunda entre 1960 y
1964. Estas persecuciones fueron obra de personas con autoridad que,
guiadas unas veces por la lógica prudencia de la iglesia ante los fenómenos
sobrenaturales, y otras por pecados de envidia, calumnia, soberbia y
codicia, fueron el instrumento del que Dios se valió para sacar a la
luz otros dones extraordinarios del estigmatizado: la total obediencia a
sus superiores, su perfecta humildad y su increíble paciencia.
Por
otro lado, empezó a padecer bien pronto los terribles efectos de una
“noche oscura” persistente, que le producía sufrimientos morales y
espirituales: “No se trata de desesperanza , pero no lo entiendo.
Es terrible. No sé cómo el Señor puede permitir todo esto. Me veo a
disgusto en todo, y no sé si obro bien o mal. No se trata de escrúpulos,
sino de que la incertidumbre de agradar o no al Señor me aplasta".
En
el fondo de sus sufrimientos morales latí
a la creencia de su radical
incapacidad, que le hacía sentirse indigno de los dones que el Cielo
había volcado sobre él con tanta abundancia. Frecuentemente se quejaba
de que cualquier otra persona, en su lugar, habría hecho más que él,
acusándose de no haber sabido corresponder adecuadamente a tantas
gracias como se le habían dado.
Cleonice
Morcaldi tuvo con el Padre Pío la siguiente conversación:
—Padre,
¿cuándo sufre?
—Siempre,
hija mía. Desde el seno de mí madre.
—¿Sufre
mucho, Padre?
—Todo
lo que puede sufrir quien carga con la humanidad entera.
—La
culpa es de usted, porque tuvo la imprudencia de ofrecerse víctima no sólo
por la Iglesia y por Italia, sino por todo el mundo.
—Bueno,
era también necesario encontrar a un tonto como yo que aceptara.
LA
MÍSTICA DE LA CRUZ
Con
esta experiencia de ser un “varón de dolores” el Padre Pío elaboró
una mística de la Cruz, que constituye el centro de su espiritualidad,
el tema fundamental de su magisterio, y el núcleo de su misión.
En
esta teología de la cruz afirma que el sufrimiento, aceptado en la fe y
ofrecido en el amor, se convierte en una cruz que nos purifica de
nuestros pecados, nos conforma con Jesús, y nos hace participar en la
misión de redimir almas.
Desde
los comienzos de su vocación, el Padre Pío estuvo convencido de que la
cruz no es sólo una condición que Jesús nos impone para seguirle,
sino que es la condición más real y autentica de pertenecer a su
reino: uno es en verdad cristiano sólo en la medida en que acepta la
cruz como deseo fundamental de vida, para imitar a Jesús.
“El
prototipo, el ejemplar en el cual es preciso mirarse y modelar nuestra
vida es Jesucristo; pero Jesús ha escogido por bandera la cruz, y por
ello quiere que todos sus discípulos sigan la senda del calvario,
llevando la cruz para después morir en ella. Sólo por este camino se
llega a la salvación. Sí, yo amo la cruz, la cruz sola, y la amo
porque la veo siempre sobre las espaldas de Jesús. Y Jesús sabe muy
bien que toda mi vida, que todo mi corazón se ha entregado
completamente a Él y a sus penas».

El
sufrimiento vicario tiene como eje y leitmotiv la aceptación
plena de la Cruz de Cristo como símbolo del sufrimiento redentor. Las
almas víctimas pretenden, por tanto, la imitatio Dei: si amamos
verdaderamente a Cristo, y Cristo está en la Cruz, la mejor prueba de
amor que le podemos dar es subir con él a esa Cruz para que, allí
crucificados, podamos ser uno con Cristo y colaborar en su obra
redentora. «Hermanos: Dios me libre de gloriarme si no es en la Cruz
de nuestro Señor Jesucristo, en la cual el mundo está crucificado para
mí, y yo para el mundo» (Gálatas 6: 14-18).
«Un
día, cuando podamos ver la luz del pleno mediodía, entonces
conoceremos qué valor, qué tesoros han sido los sufrimientos terrenos,
que nos habrán hecho ganar méritos para la patria que no tendrá fin.
De las almas generosas y enamoradas de Dios Él espera los heroísmos y
la fidelidad para llegar, después de la subida al Calvario, al Tabor.
El día del juicio universal veremos que estas almas, sin haber
derramado su sangre por la fe, al igual que los mártires, son
coronadas con la palma del martirio».
Solía
decir que las penalidades son un honor que Dios nos hace, pues nos
reserva el mismo trato que le dio a su Hijo, y son una clara señal de
que encuentra agrado en nosotros. Por ello, deberíamos estar
agradecidos por este privilegio que nos concede.
«Os
consuele saber que las alegrías de la eternidad serán tanto más
profundas y más íntimas, cuantos más días de humillación y años
infelices contemos en nuestra vida presente. Bendita
sea la caridad del Señor, que sabe mezclar lo dulce con lo amargo, y
transformar en premio eterno las transitorias penas de la vida terrenal.
Ten
por cierto que si a Dios un alma le es grata, más la pondrá a prueba.
Por tanto, ¡coraje! ¡Y adelante siempre! Cuanto
mayores son las penas, es tanto mayor el amor que Dios os tiene; conocéis
el amor de Dios por este signo: por las penas que os manda».
LA
ORACIÓN: SÓLO SOY UN FRAILE QUE REZA

El
Padre Pío llegó a definirse diciendo que “Sólo soy un fraile que
reza”.
En
los años veinte había redactado con brevedad en un billete manuscrito
el plan de vida que llevaba. Nada hace suponer que lo cambió en el
transcurso de los años. Desde luego, los carismas no le fueron
concedidos por casualidad: “No menos de cuatro horas diarias de
meditación, de ordinario sobre la vida de Nuestro Señor: nacimiento,
pasión y muerte.
Novenas:
a la Madonna de Pompéi, a S. José, a S. Miguel Arcángel, a S.
Antonio, al padre S. Francisco, al Sacratísimo Corazón de Jesús, a
Santa Rita, a Santa Teresa de Jesús. Cada día, no menos de cinco
rosarios completos”.
Su
vida devocional, por tanto, pertenecía a la más pura tradición de la
Iglesia. Y esas devociones fueron las que le llevaron a la santidad, a
él y a tantos otros santos que las practicaron, lo cual prueba su
eterna validez, ayer, hoy y mañana. Justamente el abandono de esta
espiritualidad enraizada en la oración es lo que ha abocado al
sacerdocio y a los creyentes a una crisis tan catastrófica.
Para
el padre Pío, la causa de la crisis de fe que lleva a la indiferencia y
a la apostasía era la
anemia espiritual que causa la falta de oración: ése era el diagnóstico
que el Padre Pío hacía de su tiempo, en la primera mitad del siglo
pasado. La causa de esta poca vitalidad de la fe sigue siendo, ayer y
hoy, la misma. El Padre Pío lo advirtió claramente: la falta de oración:
«Hoy
se vive sin fe, o con fe tibia»: Se ha perdido la ruta por no querer
emplear un poquito de tiempo con Dios. El orar os provoca fastidio. Estáis
muy apegados al mundo y ya no sentís necesidad de Dios. Lo imagináis
lejos de vosotros, y por eso lo mantenéis arrinconado como si no
existiese. Halláis solamente tiempo para vuestro mortal
entretenimiento, el televisor, ofuscando siempre más y más vuestras
mentes, contagiadas con tantas revueltas malsanas y pecaminosas. ¡Reavivad
vuestra fe! La oración es el gran negocio de la salvación humana. El
que ora se salva; el que no ora, se condena. La oración es nuestra
mejor arma. Es la llave que abre el corazón de Dios. No se consigue la
salud espiritual sino con la oración; no se gana la batalla sino con la
oración».
Si
todos los cristianos vivieran según su vocación, la tierra misma de
destierro se cambiaría en un paraíso. Pero se vive como si Dios no
existiese, y aquellos que conocen la existencia divina intentan huir de
la mirada de Dios, a fin de ahorrarse preocupaciones en la justificación
de su conducta extraviada.
La
vida no consiste en placeres: es lucha contra las pasiones, contra Satanás
y las máximas perversas del mundo. Para vencer se necesita la gracia de
Dios, que se obtiene con la oración y los Sacramentos. Fruto de la vida
cristiana es la paz del corazón, la resignación en el dolor y la
gloria en el Paraíso.
Es
la pérdida del tiempo pasado inútilmente en el pecado lo que
gradualmente arrastra al infierno. Este es el primer problema: evitar la
pérdida del tiempo.
Despertemos,
pues la dejadez lo destruye todo, realmente destruye todo».
En
1942, Pío XII lanzó la idea de crear grupos de oración, y el Padre Pío
fue el primero en responder a esa llamada, invitando a los peregrinos
que iban a verle y a sus innumerables fieles, de Italia y de otras
partes, a responder a esa intención del Papa. En 1956 ya había más de
setecientos grupos repartidos por los cinco continentes, y continúan su
labor en la actualidad, donde su número se calcula
en 3.500, con más de 3 millones de miembros.
“Reza,
espera y no te preocupes. La preocupación es inútil. Dios es
misericordioso y escuchará tu oración... La oración es la mejor arma
que tenemos; es la llave que abre el corazón de Dios. Debes hablarle a
Jesús, no sólo con tus labios sino con tu corazón. En realidad, en
algunas ocasiones debes hablarle sólo con el corazón...”.
MARÍA:
UNA ESTRELLA EN EL CAMINO
Desde
muy pequeño, el P. Pío experimentó un amor muy grande por la Santísima
Virgen María, su mammusia (“mamita”), como cariñosamente
la llamaba.
Decía
que la Virgen había sido la fuerza que le había ayudado a sobrellevar
todos sus padecimientos, y la fuente que desde el cielo había derramado
sobre él las gracias necesarias para la salvación de las almas. Solía
afirmar que el señor no nos concede nada si no pasa antes por las manos
de la Reina del Cielo: “Sólo siento no poseer medios suficientes para
mostrarme agradecido a nuestra hermosa Virgen María, por cuya intercesión
no dudo en absoluto haber recibido mucha fuerza de parte del Señor para
soportar con verdadera resignación tantos padecimientos a los que me he
visto sometido día tras día.”
Tenía
visiones frecuentes de la Virgen desde los cinco años, y la veía
habitualmente durante la celebración de la Misa. También María le
consolaba después de sus combates con el demonio.
Un
día Cleonice Morcaldi, su hija espiritual, le preguntó:
—Padre,
¿la Virgen viene algún que otro día a su celda?
—Mejor
di ―le contestó el Padre Pío― si algún día no viene...
La
presencia habitual de la Virgen junto al Padre Pío fue aseverada también
por otros testigos. Uno de ellos fue el Padre Alessio Parente: «En
los últimos años de su vida el Padre Pío se hacía lavar la cara por
mí o por el Padre Honorato. Una tarde le dije: “Padre, yo no he
estado nunca en Lourdes, ¿por qué no vamos juntos a ver a la
Virgen?” Y me respondió: “No es necesario que vaya, porque a la
Virgen la veo todas las noches”. Yo entonces le sonreí, diciendo:
“Ah, ¿por esto es por lo que se pone guapo y se lava la cara por la
tarde y no por la mañana?” Y él no respondió".
Hacia
el final de su vida, preguntado sobre cuál podría ser su testamento
espiritual, dijo:
“Te
dejo este legado: El Crucifijo, la Eucaristía, el Corazón Inmaculado
de María y las almas que hay que salvar. Querría tener una voz fuerte
para invitar a los pecadores de todo el mundo a querer a la Madonna”.
Esforcémonos, pues, por tener siempre delante a esta bendita Madre, por
caminar siempre junto a ella, ya que no hay otro camino que conduzca a
la vida, sino el que nuestra Madre ha seguido. Nosotros, los que
queremos llegar a esa meta, no rehusemos seguir este camino: vayamos
siempre con nuestra querida Madre”.
EL
ARMA: EL ROSARIO
Como
santo esencialmente mariano, el Padre Pío hizo del rezo del Rosario el
centro de su vida de oración.
Un
día le pidieron sus hijos espirituales que les dejara su herencia
espiritual. Él respondió inmediatamente, sin pensar siquiera: «El
Rosario ¡Amad a la Virgen y hacedla amar. Recitad siempre el Rosario!”.
El
padre Pío fue un Rosario viviente, el Santo del Rosario. Siempre lo
llevaba encima, en la mano o enrollado en el brazo.
Una
vez le oyeron decir: “Quisiera que los días tuvieran 48 horas para
poder redoblar los rosarios”. Llegaba a recitar hasta 40 rosarios
diarios.
Confesaba
que todos los dones y prodigios para las almas los obtenía a través
del Santo Rosario: «En todo tiempo libre que tengáis, cuando hayáis
terminado vuestros deberes de estado, deberíais poneros de rodillas y
rezar el Rosario. Rezad el Rosario ante el Bendito Sacramento o ante un
crucifijo».

Cuando
le preguntaban por qué estaba siempre rezando el rosario, decía que
era porque todas las gracias que pedía se le concedían a través de su
recitación.
En
muchas de sus apariciones, la Virgen recomienda incesantemente el rezo
del Rosario, al que califica de “arma” que debe usarse en el combate
contra el Mal que está teniendo lugar, como preludio del fin de los
tiempos:
«Hija
mía, las calamidades ya han comenzado. La influencia del Príncipe de
las Tinieblas amenaza por todas partes. Ármense con mi Rosario. Mi
Iglesia será sacudida hasta sus cimientos. Aquellos de mis hijos que
deseen salvarse deben arrepentirse. Todos mis hijos deben arrepentirse.
Ármense con mi Rosario.
EL
HOSPITAL DE DIOS
Entre
los peregrinos que acudían a verle, el Padre Pío veía mucho
sufrimiento: por un lado estaban los padecimientos interiores, a los
cuales les daba el consuelo de su asistencia espiritual; por otra parte,
muchos eran pobres y estaban enfermos, y no podían recibir asistencia médica,
pues el hospital más cercano estaba a 40 kilómetros.
Ante
esta situación, el Padre concibió muy pronto la idea de crear un
hospital en San Giovanni Rotondo, para dar a los peregrinos la ayuda de
la medicina junto a la espiritual, y con la intención añadida de
emplear en un fin caritativo las ofrendas de los fieles que se
multiplicaban.
«En
todo pobre esta Jesús agonizante; en todo enfermo está Jesús dos
veces presente».
Salvar
las almas y sanar los cuerpos: La Iglesia junto con el hospital, ambos
complementarios, éste era el gran proyecto del Padre que concibió la
“Casa Sollievo” como un lugar en el que los espíritus y los cuerpos
agotados se acerquen al Señor y encuentren en Él consuelo y alivio.
Pronto
comenzaron a llegar donativos de Italia y del extranjero, de manera que
la construcción se realizo sin solicitar préstamos a ningún banco.
Para
conseguir los fondos necesarios para la Casa Sollievo —su construcción
costó mil quinientos millones de liras—, el Padre Pío se negó a
endeudarse con los bancos. Confió siempre en las aportaciones de los
fieles, lo cual era una manera de confiar en la Divina Providencia.
Cuando los responsables de la obra se preocupaban porque faltaba dinero
para proseguirla, les reprochaba: “¿Qué hacen ustedes con la
Providencia?”
En
el último momento, una donación providencial permitía hacer frente a
los pagos, de manera que las facturas siempre fueron pagadas a tiempo.
El
Padre Pío siempre conservó como un tesoro una humilde moneda de 50 céntimos
que le dio una pobre anciana, que quiso corresponder con su poco dinero
a lo que había recibido de él. ¿Cómo se podría rechazar el
agradecimiento y la caridad de los pobres?
Una
anciana se presentó un día ante él para hacerle un donativo para la
Casa Sollievo. Mas el Padre, que conocía su pobreza, le dijo:
—Gracias,
pero quédate con ese dinero para ti; lo necesitas.
—¡Tómelo
usted, Padre! —insistió la anciana.
Pero
él no se dejaba convencer:
—No,
¿por qué quiere usted quitarse el pan de la boca? Haga usted lo que le
digo: quédese con ese dinero, pues lo necesita usted.
La
pobre mujer se dio por vencida:
—Tiene
usted razón, Padre: es demasiado poco.
El
Padre Pío comprendió entonces que aquella anciana se había sentido
humillada. Conmovido, le dijo:
—Dámelo,
dámelo y que Dios te bendiga —y echó las cortinas del confesionario
para que no pudiera ver sus lágrimas.
Se
inauguró el 5 de mayo de 1956, dotado con los mejores medios y
comodidades de la época. –“Nada es demasiado hermoso ni
demasiado caro, cuando se trata de aliviar el sufrimiento”–, decía.
Tras sucesivas ampliaciones, el hospital cuenta hoy con mil camas y
trescientos médicos, y es uno de los mejores hospitales de Italia.
MUERTE
Y CANONIZACIÓN
El
20 de Septiembre de 1968 se cumplieron los cincuenta años de su
estigmatización. Con tal motivo se celebró en San Giovanni Rotondo el
IV Congreso Internacional de los grupos de oración, al cual asistieron
delegados de 700 grupos llegados de todo el mundo, junto con muchos
peregrinos.
El
22 de septiembre, a las 5 de la mañana, ofició su última Misa;
no pudo acabarla. Cuando le retiraron en su silla de ruedas,
extendió los brazos hacia los fieles y murmuró: “¡Hijos míos,
queridos hijos míos!”.
A
las 6 de la tarde, impartió su última bendición a la multitud en la
iglesia.
El
23 de septiembre, a las 2.30h el Padre Pío, después de recibir el
sacramento de la unción de los enfermos, muere serenamente con el santo
Rosario en la mano y con "¡Jesús!…¡María!… " en los
labios
Durante
tres días, más de cien mil personas desfilaron por la capilla
ardiente. Pero el Padre Pío tenía reservada una última sorpresa a sus
fieles, con la que quería despedirse de una forma personal,
espectacular e, incluso, humorística.
Acabados
los funerales, la multitud se dirigió mecánicamente hacia la explanada
de la Iglesia, y fijó sus ojos en la ventana de la celda del fallecido,
desde la cual el Padre Pío salía a saludar a los peregrinos agitando
un pañuelo, cuando sus crisis de salud o las prohibiciones de sus
superiores le impedían el contacto con sus fieles.
Pronto
se elevó un murmullo de voces que gritaban que le estaban viendo allí,
con su gesto familiar de agitar el pañuelo.
Para
cortar de raíz esa fantasía, los superiores taparon la ventana con
cortinas, pero... ¡Oh, prodigio!: en todas las ventanas de la fachada
apareció nítidamente el Padre Pío agitando alegre su pañuelo.
El
conocido autor Antonio Socci, en su libro El secreto del padre Pío
llega a afirmar que la muerte del padre Pío fue una inmolación por el
bien de la Iglesia, su último acto en vida como víctima propiciatoria,
pues su fallecimiento fue repentino y sorprendente, y nada hacía
presagiar que iba a ser tan fulminante y pacífico, hasta el punto de
que su muerte parece más bien la entrada en un sueño pacífico que un
verdadero fallecimiento. Un personaje del Vaticano llegó a decir,
contemplando el cadáver del Padre Pío en el ataúd: «El Padre Pío
ha muerto de dolor por lo que está ocurriendo en la Iglesia». En
palabras de Antonio Socci, «el sacrificio del Padre Pío supuso para
la Iglesia de liberación de algo terrorífico, acaso una desintegración
para la que, en esos momentos, se daban todas las premisas. Y
probablemente propició grandes gracias (como el pontificado de Juan
Pablo II)».
Poco
antes de su muerte escribió esta frase, que muy bien podía haber sido
su epitafio: «Yo,
por la gracia de Dios, he cumplido mi jornada y creo haber cumplido con
mi deber en dar al Amor todo lo que Él, por amor, me ha dado a mí a lo
largo de su Calvario».
Pero
la misión corredentora del Padre Pío no acabó con su muerte, ni se
circunscribe solamente a este mundo espaciotemporal, sino que adquiere
caracteres «cósmicos» y ultraterrenos, tal era la magnitud de su obra
salvadora. Monseñor Pietro Galeone nos dejó en su obra Padre Pío mío Padre una revelación asombrosa: el Padre Pío había
pedido al Señor ser una víctima perenne, con el fin de que su misión
redentora perdurara hasta el fin de los tiempos. Ni que decir tiene que
su solicitud fue aceptada.
Al
igual que el río de misericordia que fluye a través de él llega al
mundo en forma de milagros, persiste también en el más allá, donde
ofrece los frutos de la redención y la salvación a todo el que crea en
su mensaje y siga su ejemplo: «Si fuera posible querría conseguir del
Señor solamente esto: «No me dejes ir al paraíso mientras el último
de mis hijos, la última persona encomendada a mis cuidados
sacerdotales, no haya ido delante de mí… Tú les dirás a todos que,
después de muerto, estaré más vivo que nunca. Y a todos los que
vengan a pedir, nada me costará darles. ¡De los que asciendan a este
monte, nadie volverá con las manos vacías».
El
2 de mayo de 1999, Juan Pablo II ofició la ceremonia de su beatificación
en la Plaza de San Pedro. El 16 de junio 2002, fue canonizado. A la
ceremonia acudieron más de medio millón de personas, la multitud más
numerosa que nunca se había concentrado en la Basílica de san Pedro.
En
marzo de 2009 se exhumó su cadáver incorrupto, que desde entonces se
expone a los peregrinos que acuden a san Giovanni Rotondo.
UN
CRISTO
ENTRE NOSOTROS
¿A
qué estaba intentando Dios dar respuesta con esa sobreabundancia de
dones sobrenaturales con que colmó al capuchino estigmatizado? Si la
victimación del Padre Pío fue tan sobrecogedora que le tuvo 50 años
estigmatizado, clavado en la Cruz: ¿a qué finalidad iba encaminada? ¿A
qué realidad y necesidad de la Iglesia intentaba dar respuesta un
sacrificio de tal magnitud?
El
siglo XX constituye uno de los períodos más críticos —si no el que
más— de la historia de la Iglesia, zarandeada en estos tiempos por
una acumulación de problemas, por unas plagas apocalípticas que llegan
a amenazar incluso su misma supervivencia: secularización de muchos
sacerdotes, escándalos internos y externos (la pederastia es el más
sangrante de ellos), ruina de muchos seminarios, vaciamiento de las
iglesias, desvirtuación de la liturgia, desprestigio generalizado y,
sobrevolando todo este cúmulo de amenazas, una pavorosa
descristianización de la sociedad —sobre todo de Europa
occidental—, embaucada por un neopaganismo fruto del consumismo
hedonista que la ha echado en las garras de un materialismo craso y
atroz, expresado con frecuencia en un laicismo agresivo que persigue
cada vez más a las claras las manifestaciones cristianas. El resultado
final es lo que Juan Pablo segundo llamaba apostasía silenciosa.
Esta
apostasía que expresa la crisis de fe actual tiene también un origen
endógeno, dentro de la misma Iglesia, pues ese neopaganismo del que
hablábamos es también una consecuencia del modernismo ideológico que
ha infiltrado la iglesia desde hace tiempo, provocando reformas que,
bajo la intención de adaptar la Iglesia al mundo moderno, han tenido
como resultado catastrófico una mundanización de la Iglesia, pues este
aggiornamento no ha tenido en cuenta que el mundo al cual se quería
adaptar la Iglesia era un mundo que experimentaba una tremenda crisis de
fe, un mundo muy alejado de los valores cristianos.

En
aras de este modernismo se ha sacrificado una parte importante del
patrimonio espiritual de la Iglesia manifestado en la Tradición y el
Magisterio de tantos siglos de historia. Este abandono, que ha producido
una minusvaloración de las prácticas devocionales más tradicionales
de la Iglesia, ha originado su vez una anemia de la vida espiritual,
concretada en el cuestionamiento de muchos dogmas, en la falta de oración,
en la poca frecuentación de los sacramentos, y en la práctica
de unos modos de vida eran claramente en contra de los valores
cristianos. El resultado final es la incapacidad para contactar con la
presencia real de Cristo, el fundamento de la gracia que santifica a los
creyentes.
Ya
lo decía el padre Pío, que la crisis de fe se debe a la falta de oración,
a la falta de contacto personal con Cristo, a la dejadez que aletarga
nuestra vida interior. Aquí radica a nuestro entender el mensaje
esencial del Padre Pío: la solución a la crisis que atraviesa la
Iglesia pasa por restaurar en su plenitud ese patrimonio espiritual
amenazado, retornar a esas prácticas devocionales tradicionales en
trance de desaparecer en medio de la vorágine modernista que amenaza
con arrasar los cimientos de la Iglesia.
Pues
precisamente lo que emociona y cautiva de la vida del Padre Pío es el
comprobar con asombro que un humilde capuchino perdido en una zona
marginada de Italia alcanzara tan elevado grado de santidad y una
cantidad tan portentosa de dones sobrenaturales y carismas místicos por
el simple hecho de vivir en su plenitud las devociones tradicionales del
cristianismo, utilizando solamente el sencillo medio de practicar a
fondo la espiritualidad más genuina de la Iglesia: una espiritualidad
que comprenda el inmenso significado de la Misa como actualización del
sacrificio del Calvario, al cual debemos asistir —para decirlo con las
palabras del mismo Padre Pío— «como asistieron María y san Juan al
pie de la Cruz»; que ponga en práctica el enorme poder de la simple
recitación del Rosario; que tome conciencia del enemigo que nos acecha,
de las trampas que el Diablo opone a nuestro progreso; que redoble el
amor a la Virgen María, corredentora con Cristo; que se arroje a los
pies de Jesús misericordioso en el confesionario como penitente
contrito; que experimente la necesidad de contactar con el ángel
custodio; que haga de la meditación en la Pasión el eje de la vida de
oración; una espiritualidad, en suma, que llame al pecado por su
nombre, sin componendas ni artificios, a la vez que se esfuerce en
practicar las virtudes heroicas que deben ser este que distintivo de
todo cristiano... En una palabra, que viva la pureza de la fe en toda su
radicalidad.
La
figura extraordinaria del Padre Pío es la respuesta divina a unos
tiempos difíciles, oscuros, pudiendo decirse que la concentración de
virtudes y dones sobrenaturales en su persona es un hecho con el que la
divina Providencia quiere hacer una llamada a la conversión en una época
marcada por el laicismo y el materialismo, promoviendo esos dones
maravillosos con el fin de contrarrestar el poder omnipresente y retador
de las sombras que hoy acechan a la humanidad. Un santo con estas
características ha sido suscitado por Dios para sacudir la incredulidad
de nuestro siglo y para escándalo de las mentes secularizadas. Dios nos
mandó al Padre Pío como una luz para combatir a las tinieblas de mitad
del siglo XX, y ofrecer esperanza a un mundo atormentado.
En
palabras del cardenal Siri, «la misión del Padre Pío fue el
sufrimiento por el pecado de los hombres. Quizá si el pecado del mundo
no se manifestara en todas direcciones, grave, pesado, opresor, con
malicia satánica, su caso habría sido otro, y quizá Dios le hubiera
otorgado sus dones místicos sin obligarle a estar medio siglo en la
Cruz. Pero no ha sido así: ha sido un signo de Dios».
En
esa misma línea, el cardenal Corrado Ursi resumía así la misión del
Padre Pío: «¿Un hombre que ha permanecido crucificado durante
medio siglo? Todo eso ¿qué quiere decir? ¿Sabéis por qué subió
Jesucristo a la Cruz? Subió a la Cruz por los pecados de los hombres, y
cuando en la historia aparece algún crucifijo, eso quiere decir que el
pecado de los hombres es grande y que para salvarlo es necesario que
alguien regrese otra vez al Calvario, vuelva a subir a la Cruz y allí
permanezca sufriendo por sus hermanos. Nuestro tiempo tiene necesidad de
gente que ofrezca lo que el Hijo Unigénito sufrió. El Padre Pío
recibió los estigmas en su cuerpo, como Cristo, para destruir los
pecados y los sufrimientos del mundo contemporáneo. En eso consiste
toda la cuestión del Padre Pío».
El
Padre Pío vino a llenar el «vacío de Dios» que sufre el mundo
contemporáneo, a hacer presente al Jesús vivo y resucitado, que se
manifestaba a través de él, que volvía a sangrar en sus estigmas, que
volvía al Calvario en sus eucaristías, que retornaba para sanar a los
enfermos, para salvar almas. En palabras de Fidel González, Consultor
de la Congregación para las Causas de los Santos, «para muchos
pecadores, el Padre Pío representó el abrazo de Cristo que hace
renacer al hombre».
La
figura del Padre Pío es un testimonio veraz no sólo de que Jesús se
encarnó en este planeta y dio su vida por la salvación del mundo, sino
que también —y sobre todo— es una prueba incuestionable de que Jesús
sigue vivo, presente entre nosotros, protagonizando su obra redentora
aquí y ahora, en este mismo momento, como se demuestra en las
conversiones y fenómenos extraordinarios que sigue protagonizando a
través de él. Porque todos los milagros tienen su fuente en Cristo,
una figura tan prodigiosa y llena de carismas y dones sobrenaturales
como la del Padre Pío manifiesta que Cristo no solamente ha resucitado,
sino que vive entre nosotros.
Como
dijo Benedicto XVI, «el Padre Pío prolongó la obra de Cristo:
anunciar el Evangelio, perdonar los pecados y curar a los enfermos en el
cuerpo y en el espíritu [...] Guiar a las almas y aliviar el
sufrimiento: así se puede resumir la misión de San Pío de Pietrelcina».
En
palabras de Antonio Socci: «Todas las extraordinarias cosas
acaecidas (y que siguen acaeciendo a través del Padre Pío, son obra
visible clamorosa de Jesucristo viviente (como las marcas en su propia
carne). Y son la prueba de que Jesús resucitó verdaderamente al alba
de aquel 9 abril del año 30, y está verdaderamente presente, de forma
poderosa, entre nosotros. Esta es la gran prueba. Como las heridas en
las manos, en los pies, en el costado del fraile, en las que los hombres
de esta generación han podido meter sus dedos, al igual que el incrédulo
Tomás».
El
Padre Pío se encarnó en este mundo para proclamar la gracia y la
misericordia de Dios, y para hacer creíble esta misión recibió la más
extraordinaria concentración de dones y carismas sobrenaturales de la
historia de la Iglesia, los cuales constituyeron a los ojos de los
fieles y peregrinos la prueba incontrovertible de que la gracia de Dios
estaba con él, que sus obras estaban bendecidas por el Cielo, de que el
mismo Cristo, 20 siglos después, volvió a caminar entre nosotros para
derramar su poder sanador sobre nuestras enfermedades, su misericordia
sobre nuestros pecados, su gracia sobre los corazones rotos por el
sufrimiento... para hacer cercano y palpable el amor de Dios a este
mundo atribulado por el mal y el dolor.
Fue
otro Cristo sobre esta tierra, un Cristo entre nosotros, que se ofreció
como víctima para quitar los pecados del mundo y reconciliar a los
hombres con Dios, identificado a través de sus estigmas con el Cordero
inmolado, crucificado sin Cruz, asociado a la Pasión salvadora de
Cristo, mártir de la misericordia... sacerdote santo y víctima
perfecta.
Después
de una vida entera bajo su dirección espiritual, Cleonice Morcaldi se
reafirmará sin titubeos en esta idea en uno de los textos más
impresionantes que se hayan escrito nunca sobre el Padre Pío:
«Era
siempre Jesús: en la confesión, en el altar, conversando, en oración...
Nuestros corazones no se equivocaban, viendo en ti a Jesús; por eso no
se saciaban jamás de contemplarte, no podían separarse de ti, por lo
que te veías obligado a limitarnos y a mostrarte arisco para hacer que
nos alejáramos; y, lejos de ti, ¡que martirio sufríamos! Afectuoso
Padre mío, tenías razón al decir: “Estoy atormentado de almas”,
porque poseías al Todo, a nuestro amabilísimo Redentor. Eras el tabernáculo
de Jesús […] No nos percatamos lo suficiente de que, bajo el nombre
de Padre Pío, se ocultaba el más hermoso de entre los hijos de los
hombres, que su por su inextinguible caridad quiso caminar de nuevo en
medio de sus redimidos. En Palestina vivió antes de su muerte; aquí,
en Italia, vivió visiblemente, al cabo de 20 siglos de su muerte».
Antonio Socci, op. cit., Padre 271 y ss.
Antonio Socci, op. cit., p. 271.
G. De Flumeri, Il mistero Della croce in Padre Pio da Pietrelcina, San Giovanni
Rotondo, 1978, p. 20.
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